Análisis de la autotutela ejecutiva de la Dirección General de Impuestos Internos (DGII) a la luz de la Sentencia TC/0830/18
Por Manuel Alejandro Fernández Hernández
El derecho administrativo, desde sus inicios, ha tenido dos actores principales: el Estado y la sociedad. La unión o separación de ellos se ha dado siempre por acontecimientos que han afectado la vida política y social de una nación. Es por ello por lo que autores como Gordillo han dicho que el derecho administrativo siempre está en crisis[1], toda vez que esta área del derecho va evolucionando o no a raíz de los fenómenos que influyen la relación entre e el Estado y la sociedad.
El Estado siempre ha tenido un mayor protagónico, pues en el caso de la sociedad desde muchos años era solo un mero receptor de las actuaciones de la administración, así como un espectador en la elección de las autoridades encargadas de dirigir a la Administración.
En la época monárquica, la imposición del Estado era tal que sus actos (actos de Dios) no podían ser objeto de reproche por la sociedad; por tanto, se le consideraba irresponsable jurídicamente por las consecuencias materiales o morales contra el ciudadano en el ejercicio de sus funciones. En cuanto a la actuación judicial, para la época prerrevolucionaria, existía una justicia retenida, pues si bien existía un consejo para conocer los conflictos entre los ciudadanos y la monarquía, no menos cierto es que dicha institución se encontraba bajo las órdenes del rey.
Es en el Estado liberal que surge la separación de los poderes,[2] reorganizando los poderes del Estado y limitando con mayor intensidad la actuación del poder ejecutivo. La actuación de la Administración se subyuga a las disposiciones de la ley (principio de legalidad), por lo que su accionar ya no puede realizarse libremente, sino más bien debe ser en respeto de las disposiciones normativas. Respecto al ámbito judicial, la justicia se transforma de una justicia retenida a una justicia delegada, tal es el cambio que, en 1873, se dictó el célebre fallo Blanco, la primera sentencia que condena en responsabilidad patrimonial al Estado, al que innumerables tratadistas han bautizado como el origen histórico del derecho administrativo[3], pues, también se encargó de ar a un juez distinto al de derecho común la potestad para conocer los conflictos que involucran a la Administración.
La evolución del derecho administrativo ha sido tal que, en la actualidad, la Constitución de la República Dominicana establece en su artículo 138 que “la Administración pública está sujeta en su actuación a los principios de eficacia, jerarquía, objetividad, igualdad, transparencia, economía, publicidad y coordinación, con sometimiento pleno al ordenamiento jurídico del Estado”. En ese sentido, la Constitución, con el fenómeno de la constitucionalización del derecho administrativo, reforzó el principio de legalidad con el principio de juridicidad; por tanto, la Administración no solo debe tener como limite la ley, sino el ordenamiento jurídico completo.
Igualmente, dichos cambios se ven reflejados en la misma sociedad, toda vez que las personas dejan de ser un actor pasivo y se convierten en un actor activo, involucrándose en las políticas emitidas por el Estado. La Ley núm. 247-12, Orgánica de la Administración pública, al referirse al principio de participación en las políticas públicas, establece que “las personas tienen el derecho de participar, de conformidad con la ley, en los procedimientos, medios e instancias establecidos para el diseño, la ejecución, seguimiento, evaluación y control de las políticas públicas a cargo de la Administración pública (…)”.
Este principio muestra el avance del derecho administrativo, ya que el administrado puede emitir sus observaciones respecto de las actuaciones administrativas, así como opinar sobre los reglamentos, planes y programas que impacten directamente en sus derechos y obligaciones. Por tanto, la Ley núm. 200-04[4], de acceso a la información, y la Ley núm. 107-13[5], sobre los derechos de las personas en sus relaciones con la Administración y de procedimiento administrativo, han girado el derecho administrativo en torno al ciudadano, pues el interés general es el deber ser del ejercicio de las potestades de la Administración.
En un orden social y la paz jurídica, los ciudadanos conviven gracias a las normas dictadas por el poder legislativo, que deben ser respetadas tanto por el administrado como por la Administración. Esta última a su vez debe ejecutar acciones o políticas dirigidas a salvaguardar el interés general. Nuestra Constitución estableció en su artículo 7 que la República Dominicana “es un Estado Social y Democrático de Derecho, organizado en forma de República unitaria, fundado en el respeto de la dignidad humana, los derechos fundamentales, el trabajo, la soberanía popular y la separación e independencia de los poderes públicos”. Pues el Estado debe velar y trabajar para salvaguardar los derechos fundamentales de los ciudadanos, como la dignidad humana. Esta es una de las razones de ser más trascendentales para la existencia de potestades administrativas, tal como lo establece De la Cuétara, pues “se trata de una parcela del poder público general, totalmente juridificada, funcionarizada al servicio de fines concretos y fraccionada en dosis medibles”[6].
Igualmente, la potestad administrativa es definida por Gamero Casado y Severiano Fernández Ramos, como “un poder jurídico unilateral, reconocido para la satisfacción del interés general, sometido a la ley, a control jurisdiccional y a garantías de alcance constitucional, cuyo ejercicio es obligado para su titular quien la ostenta en virtud de una atribución articulada conforme al principio de legalidad”[7]. Entre las potestades más relevantes, podemos encontrar: la reglamentaria, de ejecución, sancionadora y la de revisión de sus propios actos.
Si bien la competencia para otorgar la potestad administrativa a un órgano de la Administración Central o los entes descentralizados le corresponde a la ley, no menos cierto es que la Administración pública puede por igual establecer, por sí misma, lo que es conforme a derecho, declararlo, imponer unilateralmente derechos y obligaciones a los ciudadanos, y hacerlos ejecutar, sin necesidad de acudir a un tercero –es decir, a los jueces y tribunales–. Esto último lo podemos encontrar en nuestra Ley núm. 107-13, que establece en su artículo 11 lo siguiente: “Los actos administrativos válidamente dictados, según su naturaleza, serán ejecutivos y ejecutorios cuando se cumplan sus condiciones de eficacia, en los términos de la ley”. Esta acción de ejecutar sus actos o declararlo conforme a derecho es lo que se denomina la autotutela administrativa. La autotutela aparece como consecuencia de la concepción de la separación de los poderes, esto quiere decir que su inicio se remonta desde la Revolución Francesa[8].
Existen tres tipos de autotutela: ejecutiva, declarativa y la reduplicativa. La autotutela ejecutiva es definida por el Diccionario panhispánico del español jurídico como: “la prerrogativa que posee la Administración pública según el cual puede proceder la ejecución forzosa de sus actos en caso de resistencia de los destinatarios a cumplirlos”[9]. Osvaldo Oelckers lo traduce como “el hecho de que los actos administrativos se encuentran dotados de fuerza ejecutiva, lo que conlleva a su favor una importante presunción de legitimidad”[10]. Este derecho obedece a que los actos administrativos se presumen legítimos, por lo cual, para ejecutarlos, la Administración no necesita acudir a juez alguno.
La autotutela declarativa es aquella manifestación de la autotutela que la propia Administración es capaz de declarar lo que es derecho en un caso concreto con eficacia frente a todos. Santiago Muñoz Machado la ha establecido como “aquella por la que la Administración dispone de un poder de “decidir en Derecho” similar al que ostentan los órganos jurisdiccionales cuando ejercen la jurisdicción”[11]. Por último, la reduplicativa se refiere a las manifestaciones que refuerzan o duplican las potestades ya mencionadas.
Muñoz Machado entiende que la autotutela sitúa a la Administración, al menos provisionalmente, en el lugar de los tribunales, aunque Benvenutti niega, desde el plano formal, que se trate de una función verdaderamente jurisdiccional porque, al menos desde el plano formal, no lo es[12]. En ese sentido, el presente trabajo analizará la autotutela ejecutiva de la Dirección General de Impuestos Internos, uno de los órganos principales de la Administración Tributaria, a la luz de la sentencia del Tribunal Constitucional TC/0830/18, que sostiene que la administración, para poder ejercer las facultades ejecutorias –fase de cobro coactivo– que le ha reconocido el legislador –en aquellos casos en que el contribuyente impugna la deuda–, precisa de una decisión judicial con autoridad de cosa juzgada, poniendo en peligro la autotutela ejecutiva de la DGII, que a nuestro juicio acarrea un problema mayúsculo para la actividad de la Administración.
Para fundamentar su decisión, el Tribunal Constitucional cita una sentencia del Tribunal Contencioso Tributario, que entendió que no procede la ejecución o persecución del cobro, pues como el tribunal no se había pronunciado sobre el fondo, el crédito aún no era cierto, líquido y exigible[13]. Sin embargo, no compartimos el criterio de que la facultad que tiene la Dirección General de Impuestos Internos para ejecutar sus propios actos en aras de realizar el cobro de la deuda tributaria debe necesariamente pasar por las manos del juez para que pueda validar si su actuación se realizó conforme o no al ordenamiento jurídico.
En nuestra opinión, el Tribunal Constitucional mezcla la autotutela ejecutiva con la heterotutela, toda vez que la primera es empleada por la Administración cuando existe una resistencia del administrado (contribuyente) a realizar el pago de la deuda; por lo tanto, sus propios actos sirven de título ejecutorio para iniciar la ejecución forzosa del cobro. En el caso de la DGII, es importante precisar que, según el artículo 97 del Código Tributario, el certificado de deuda emitido por la Administración tributaria constituye un título ejecutorio; por tanto, es la misma ley que indica que sus actos sirven como título ejecutorio y no deben pasar por las manos del juez a los fines de evaluación.
En cambio, la heterotutela la conforman los mecanismos disponibles para el reconocimiento de un derecho. Esto quiere decir que la declaración, defensa, conservación y ejecución de los derechos no le es encomendado a su titular y se requiere acudir ante el Estado para su intervención, en este caso, el Poder Judicial, que será el encargado de conocer el conflicto entre partes y emitir la decisión más conveniente conforme a derecho. Sin embargo, a diferencia de la Administración, los ciudadanos tienen la obligación de asistir ante un juez para que avale la existencia de la deuda del acreedor y pueda proceder a la ejecución de su crédito.
La normativa establece en la actualidad un procedimiento de cobro de la deuda tributaria eminentemente administrativo. Es decir, la Administración tributaria (en este caso, la DGII) tiene la facultad para declarar la deuda al contribuyente, determinando en valores numéricos la suma real a pagar y la ejecución forzosa en contra del sujeto pasivo. Por ello, la Administración puede examinar sus propios actos ante las situaciones de irregularidad invocados por el deudor.
Es importante indicar que la potestad tributaria del Estado representa una de las piedras angulares para el funcionamiento de la relación Estado-sociedad. Y es que, si bien es cierto que actualmente existe una separación entre ambos, no implica que las funciones del Estado se encuentren en decadencia, el Estado regulador, al retirarse como agente económico y tener como aliado al sector privado para la prestación de los servicios públicos, se concentra en que esos servicios se encuentren siempre a disposición de los ciudadanos. Por tanto, la potestad tributaria debe contribuir a la solidaridad social y al financiamiento público, de acuerdo con la capacidad económica de los contribuyentes y a las disposiciones que establece la ley. José López ha indicado respecto de la potestad tributaria que “el fin del Estado no se circunscribe a la obtención de los recursos, sino también que debe influir en la economía para orientar a sus actividades productivas y obtener un mejor aprovechamiento de los recursos”.[14]
La función principal del Estado en la actualidad se concentra en la seguridad nacional; es decir, proteger a la población y la familia, así como permitir la participación igualitaria de los ciudadanos en la vida nacional. Por ello, existe una discusión acalorada en la doctrina, pues una parte de esta establece que la función del Estado se ha reducido exclusivamente a la obtención de los recursos a los fines de cumplir con su misión estatal y, por tanto, debe respetar siempre los derechos fundamentales de los ciudadanos al momento de cumplir con su función recaudadora[15].
En cuanto a esta postura, nos permitimos disentir, pues si bien el Estado regulador hace un distanciamiento en proveer los servicios públicos, tal como fue mencionado anteriormente, es preciso indicar que la función no puede ser minimizada como un agente recaudador, toda vez que los impuestos obtenidos por medio de la actividad administrativa de la Administración tributaria tiene como fin que el Estado pueda seguir cumpliendo sus funciones garantistas, como el principal planeador y ejecutor de las políticas públicas que es, que van en beneficio de la sociedad y no del Estado. La Dirección General Impositiva de Uruguay ha señalado, por ejemplo, que la recaudación de los impuestos no se circunscribe, de manera limitativa, a simplemente recaudar, sino que su importancia se extiende a los servicios de salud, educación, seguridad, justicia, obras públicas entre otros[16]. Por tanto, para que el Estado pueda cumplir con su función principal, que es el bienestar de la sociedad, no es posible restringir o minimizar sus funciones.
Al adentrarnos en el contenido de la sentencia objeto del presente análisis, podemos observar que el Tribunal Constitucional, en primer lugar, reconoce la función esencial de la DGII, a su vez reconoce la potestad de interponer las medidas conservatorias que le son conferidas por el Código Tributario, a los fines de salvaguardar el crédito fiscal. Sin embargo, procede inconscientemente a equiparar en igualdad de condiciones (en cuanto a su ejecución) una obligación tributaria a la de derecho común. La doctrina tributaria ha establecido una diferencia marcada entre ambos al establecer que “entre ambas obligaciones existe un estrecho precedido respecto a su estructura y sus efectos, pero no se trata de lo mismo”[17]. La Corte Suprema de Argentina ha distinguido que “los impuestos no nacen de una relación contractual del Estado y los particulares, sino que es una vinculación de Derecho Público”[18]. De manera que la obligación tributaria se caracteriza porque: 1. tutela un interés público; 2. surge por mandato de la ley; 3. no puede surgir por convenciones particulares; 4. la obligación es de carácter personal; 5. la obligación del sujeto pasivo es inderogable, y 6. no está sometida a condiciones.
No se puede, bajo ningún concepto, equiparar una deuda tributaria con una de derecho común, toda vez que el incumplimiento de la primera no afecta a un particular, sino que perjudica el interés general, así como las funciones de la Administración respecto de la sociedad. En cambio, la deuda de derecho común solo afecta al acreedor que se ve impedido en obtener su crédito por la vía consensuada y requiere de la intervención del órgano jurisdiccional y las vías legales a los fines de obtener su crédito. Cuando el Tribunal Constitucional, sobre la potestad ejecutoria de la DGII, señala: “Esto significa que para poder ejercer las facultades ejecutorias –fase de cobro coactivo- que le ha reconocido el legislador – en aquellos casos en que el contribuyente impugna la deuda-, la administración precisa de una decisión judicial con autoridad de cosa juzgada”[19]; nuestra alta corte ha olvidado la importancia de la recaudación de los impuestos y todo el conglomerado de la potestad tributaria del Estado, al señalar que la DGII requiere de una decisión con autoridad de cosa juzgada para poder ejecutar su título ejecutorio.
El principio de seguridad jurídica del Estado puede verse gravemente afectado, pues el Tribunal Constitucional irónicamente prevé un exceso de burocracia para la Administración tributaria, toda vez que es el Código Tributario que le indica los procedimientos administrativos que deben agotarse y las vías de acción que tienen los contribuyentes para atacar la deuda; si bien tienen las acciones previstas por la ley, al establecer una especie de acción suspensiva respecto de la impugnación de la deuda ante el Tribunal Contencioso Administrativo).
En materia tributaria, el principio de seguridad jurídica respecto de los ciudadanos podría definirse como la presunción de que todo contribuyente conoce sus deberes y prerrogativas en sus interacciones con la Administración tributaria. Lo anterior se deriva del artículo 50 del Código Tributario, que establece que los contribuyentes, responsables y terceros están obligados a cumplir con los deberes formales señalados en el referido artículo. Además, la ley se reputa conocida desde la fecha de su promulgación, conforme a las reglas del artículo 1 del Código Civil, aplicable en esta materia en virtud del artículo 3, párrafo III, del Código Tributario.
Luiz Guilherme Marinoni considera que las decisiones judiciales deben tener estabilidad porque constituyen actos de poder que generan responsabilidad a aquellos que las emiten, por lo tanto, no deben ser libremente desconsideradas por el propio poder judicial, pues en nada ayudaría la frenética alternancia de decisiones judiciales.[20]
Por ello, cuando la Dirección General de Impuestos Internos emite su certificado de deuda, la misma ley se encarga de darle la categoría de un título ejecutorio. Y al haberse agotado todas las vías pertinentes, este crédito es considerado como cierto líquido y exigible; por tanto, es un criterio delicado por el Tribunal Constitucional darle al crédito fiscal requisitos como pasar por el control jurisdiccional, pues este debe ser utilizado para que el tribunal pueda revisar desde su óptica la legalidad del acto administrativo y no la existencia propia de la deuda, pues es un crédito determinado. Debemos recordar que es la Ley núm. 107-13 que le otorga la presunción de legalidad, en su artículo 10, cuando señala que “todo acto administrativo se considera válido en tanto su invalidez no sea declarada por autoridad administrativa o jurisdiccional de conformidad a esta ley”. Por igual, el artículo 11 señala que “los actos administrativos válidamente dictados, según su naturaleza, serán ejecutivos y ejecutorios cuando se cumplan sus condiciones de eficacia, en los términos de la ley”.
Si bien el principio de seguridad jurídica está visto desde la perspectiva del ciudadano, debemos recordar que el Estado, al tener personalidad jurídica propia, es sujeto de derechos y obligaciones. Por consiguiente, el contenido de la norma siempre debe desarrollarse en la forma que la actividad administrativa no se vea afectada por requisitos excesivos que increíblemente pueda sufrir la Administración por posiblemente realizar un exceso de protección del ciudadano. Es importante destacar que la opinión expresada en el presente artículo no busca que al ciudadano se le deje de proteger. Es bien sabido que en la relación Administración-administrado, el último es la parte más vulnerable, pero los principios de derecho deben velar por la igualdad en la relación, no en el desbalance excesivo a favor de una parte.
Al obligar a la DGII a acudir a los órganos jurisdiccionales, ya no podemos hablar de la autotutela ejecutiva. Literalmente, el Tribunal Constitucional se encarga de condicionar su atribución estatal, aún sin haberlo expresado en la sentencia. Pero, además, reduce la importancia del crédito fiscal a uno de derecho privado, pues su ejecución va a tener que depender de la decisión del juez y, por último, pero más importante, es que el tribunal olvidó completamente la existencia del concepto mal denominado “mora judicial”.
El juez que no ha vivido la práctica desde el ejercicio de la abogacía emite sus decisiones con base en el derecho y no toma en cuenta los cientos de casos que ve un tribunal en el año, situación que no escapa al Tribunal Superior Administrativo, que es el competente materialmente para conocer de los conflictos entre el contribuyente y la Dirección General de Impuestos Internos (DGII). Por tanto, esperar el dictado de una sentencia y rogar que el contribuyente no decida interponer el recurso de casación. En ese sentido, según el criterio del Tribunal Constitucional, la Administración tributaria (DGII) debe esperar años a los fines de poder recaudar los impuestos ante deudores reticentes que utilizan los mecanismos judiciales con la finalidad de postergar el cumplimiento de su obligación.
Respecto de las funciones jurisdiccionales y administrativas que tiene la Administración pública, es importante indicar que, en cuanto a la primera función y objeto de controversia de la doctrina, no debe verse como un poder inalcanzable, sino más bien como alternativas que tiene el administrado para que los actos administrativos sean revisados por el mismo órgano que las dictó. No podemos satanizar estas atribuciones, pues si bien es cierto que los órganos jurisdiccionales (tribunales del Poder Judicial) administran la justicia, no menos cierto es que en la práctica representa la etapa más tortuosa que puede tener todo ciudadano.
El artículo 111 del Código Tributario establece que “el embargado podrá oponerse a la ejecución, ante el ejecutor administrativo, dentro del plazo señalado en el requerimiento de pago practicado conforme el artículo 91”. Del presente artículo se desprende que la norma le otorga facultades al sujeto pasivo de interponer una acción en contra de la acción ejecutoria del sujeto activo (DGII). Por su parte, el artículo 91 señala que “el ejecutor administrativo ordenará requerir al deudor para que, en el plazo de 5 días a partir del día siguiente de la notificación, pague el monto del crédito en ejecución u oponga excepciones en dicho término, bajo apercibimiento de iniciar en su contra el embargo de sus bienes”.
El referido artículo contradice el principio de igualdad y representa una desventaja para el administrado, pues no se requiere teorizar muy profundo para llegar a la conclusión de que dicho plazo es ridículamente bajo. Los contribuyentes, raras veces son abogados, son profesionales de distintas actividades comerciales; por ende, la interposición de una oposición en tan breve tiempo, cuando debe exponerse los medios de defensa y aun en el caso de conseguir un abogado especializado en la materia, es imprescindible que el profesional pueda conocer el expediente.
Por tanto, la actual legislación si bien otorga la autotutela ejecutiva a la Dirección General de Impuestos Internos (DGII), no menos cierto es que la norma representa el desbalance de las condiciones existente entre ambas partes del proceso de cobro coactivo. Por ello, es imprescindible que, si la potestad de la institución pretende mantenerse, se reforme el Código Tributario en aras de proteger las acciones del contribuyente (administrado) respecto de la acción ejecutoria de la Administración.
El control jurisdiccional tiene su razón de ser en reducir el poder exorbitante del Estado (incluyendo a la Administración tributaria), toda vez que el derecho administrativo autoritario controlaba incluso el derecho del administrado de atacar los actos administrativos, “articulado a través de instituciones y técnicas como la indemandabilidad e irresponsabilidad del Estado, el poder de policía y los actos de gobierno no susceptibles de control jurisdiccional”[21]. Una de las formas de control era que el ciudadano debía pagar y reclamar (solve et repete), “esto consistía en abonar las cantidades exigidas por la Administración a través de sus actos administrativos firmes con el fin de recurrirlos”[22]. Eduardo Jorge Prats destaca que “dicho derecho administrativo se encontraba centrado exclusivamente en la erección de una Administración como poder constituido, institucionalizado y personificado, dotado de un conjunto de prerrogativas exorbitantes”[23].
Es importante señalar que el derecho administrativo ha superado muchas barreras, pues pasa de un “régimen autoritario” del Estado a uno centrado en la persona, tal como mencionamos al principio de este trabajo. La Ley núm. 107-13 es una ley que alza la voz a favor de los administrados y que establece que estos son los dueños del interés general; por ello, no pueden considerarse sujetos inertes[24]. Por tales motivos, nuestra posición se sitúa a favor de la autotutela de la Administración pública, más aún en el ámbito de los impuestos internos. Desde el inicio de la vida del ser humano y su relación con el Estado, los impuestos tienen una razón de ser y es que, en la actualidad, podemos ver el uso que se le dan, los cuales van dirigidos a favor de los ciudadanos. Es por ello por lo que deben tenerse en cuenta los principios rectores de la ley para que el Estado pueda seguir aplicando las políticas públicas, un control del gasto público, realizar el presupuesto general que establezca el direccionamiento de los fondos.
El Código Tributario es una norma que está lejos de ser perfecta, que tiene muchos artículos que pueden considerarse abusivos. Por tanto, se requiere una voluntad política-jurídica para realizar una reforma integral que modifique estos artículos leoninos, en perjuicio de los administrados. Ahora bien, la autotutela ejecutiva tiene una razón de ser que va acorde a la actividad del Estado, y el ordenamiento jurídico no puede convertirse en el principal obstáculo de su funcionamiento
Por ello, el principio de juridicidad busca que las actuaciones de la Administración se realicen conforme al ordenamiento jurídico. Sin embargo, no podemos olvidar que las normas deben buscar que el Estado pueda realizar sus actividades administrativas y que este no tiene una ganancia propia, sino que las recaudaciones van dirigidas a satisfacer el interés general, si bien la razón de ser del control jurisdiccional busca ayudar, las normas comunes no pueden vulnerar las prerrogativas que le corresponde al Estado y afectar su actividad principal.
[1] Gordillo, Agustín. Tratado de Derecho Administrativo y obras selectas. Tomo 8, primera edición. Fundación Derecho Administrativo, Buenos Aires. Pág. 107.
[2] García de Enterría, Eduardo. La revolución francesa y la Administración Contemporánea, (Madrid 1972). Cuadernos Taurus 113.
[3] Véase Long, Weil y Braibant, Les grands arrets de la jurisprudence administrative, París, Sirey, 1962, p. 6.
[4] El artículo 45 de la Ley núm. 200-04 establece que la Administración debe difundir de oficio aquellos “Proyectos de regulaciones que pretendan adoptar mediante reglamento o actos de carácter general, relacionadas con requisitos o formalidades que rigen las relaciones entre los particulares y la administración o que se exigen a las personas para el ejercicio de sus derechos y actividades”.
[5] Numeral 4 del artículo 31 de la Ley núm. 107-13 señala que “la participación del público en general, con independencia de que se vea o no afectado directamente por el proyecto de texto reglamentario, plan o programa, deberá garantizarse antes de la aprobación definitiva salvo texto legal en contrario”.
[6] De la Cuétara, Juan Miguel Las potestades administrativas, Tecnos (Temas clave de la Constitución Española), Madrid, 1986, pág. 33.
[7] Gamero Casado, Eduardo y Fernández Ramos, Severino. Manual Básico de Derecho Administrativo. Editorial Tecno. 13 edición, pág. 76
[8] Oelckers Camus, Osvaldo. El principio de la autotutela administrativa como privilegio de la Administración pública. Artículo de la Universidad Valparaíso Chile http://www.rdpucv.cl/index.php/rderecho/article/viewFile/23/17. (Consultado en fecha 14 de agosto 2022)
[9] Diccionario Panhispánico del español jurídico. https://dpej.rae.es/lema/autotutela-ejecutiva#:~:text=Adm.,de%20los%20destinatarios%20a%20cumplirlos. (Consultado en fecha 14 de agosto 2022).
[10] Oelckers Camus, Osvaldo. Op. Cit. http://www.rdpucv.cl/index.php/rderecho/article/viewFile/23/17. (Consultado al 14 de agosto del 2022).
[11] Muñoz Machado, Santiago. Tratado de Derecho administrativo y Derecho público general, I, segunda edición, Iustel, Madrid, 2006, pág. 619.
[12] Muñoz Machado, Santiago. Op. Cit., pág. 619.
[13] Sentencia núm. 058-2006, del Tribunal Contencioso Tributario, de 8 de agosto de 2006, citada en la Sentencia TC/0830, F.J. 10.27.
[14] López Valdés, José Francisco, Compendio de Derecho Tributario. Memoria para optar al Grado de Licenciado en derecho, Universidad Central, 1998, Santiago de Chile.
[15] Ribera, 2000. Ribera Neumann, Teodoro, “La Potestad Tributaria del Estado”, Revista de Derecho Público N.º 62 Año 2000, Universidad de Chile
[16] Dirección General Impositiva de Uruguay. Importancia de los impuestos. Actualizado al 14 de abril del 2021.
https://www.dgi.gub.uy/wdgi/page?2,educacion,dgi–educacion-tributaria-la-importancia-de-los-impuestos,O,es,0,#:~:text=Los%20Impuestos%20son%20aportes%20establecidos,para%20cumplir%20con%20sus%20cometidos.
[17] Vásquez Castro, Yorlin Lissett. Derecho Tributario Sustantivo y Administrativo. Primera Edición. Santo Domingo 2018, pág. 190
[18] Corte Suprema de Argentina. Sentencia 251:7 de fecha 2 de octubre del 2010.
[19] Sentencia del Tribunal Constitucional TC/830/18 de fecha 10 de diciembre de 2018.
[20] Guilherme Marinoni, Luis. El precedente en la dimensión de la Seguridad Jurídica. Revista Ius et Praxis, Año 18, N.º 1, 2012, pp. 249 – 266
[21] Jorge Prats, Eduardo. Del Derecho Administrativo autoritario al centrado en la persona. Periódico digital Acento.https://acento.com.do/opinion/del-derecho-administrativo-autoritario-al-centrado-en-la-persona-8709043.htm. Consultado al 14 de agosto del 2022.
[22] Concepto de Solve repete dado por la Real Academia Española. https://dpej.rae.es/lema/solve-et-repete. Consultado el 14 de agosto 2022
[23] Jorge Prats, Eduardo. Ob Cit.
[24] Ver el considerando cuarto de la Ley núm. 107:13: “Que en un Estado Social y Democrático de Derecho los ciudadanos no son súbditos, ni ciudadanos mudos, sino personas dotadas de dignidad humana, siendo en consecuencia los legítimos dueños y señores del interés general, por lo que dejan de ser sujetos inertes, meros destinatarios de actos y disposiciones administrativas, así como de bienes y servicios públicos, para adquirir una posición central en el análisis y evaluación de las políticas públicas y de las decisiones administrativas”.