Por: Máximo Hernández Guerrero (@MaxHernandezG)

Breve aproximación al concepto de la responsabilidad administrativa.

El Principio de Legalidad, en el ámbito del Derecho Administrativo, surge de la evolución que sufren los Estados Naciones europeos donde regía el denominado “Estado Absoluto”, en el cual el monarca ejercía su poder sin que su voluntad estuviera supeditada a ley (rex legibus solutus); por lo que no existía ninguna garantía que protegiese los derechos de los súbditos frente al poder omnímodo y arbitrario del rey.

Producido el colapso del Ancien Régime, el triunfo de los ideales de la Revolución Francesa es un hecho indetenible. Inicia pues, el periodo de transición a los Estados liberales (Estado de Derecho) donde se introducen los principios del imperio de la ley, de la separación de los poderes, el reconocimiento y respeto de las libertades individuales, así como la proclama del sometimiento irrestricto de las actuaciones del Estado al Derecho.

Sin embargo, a pesar de la progresiva consolidación de la legalidad, el incipiente Estado liberal absorbe paulatinamente algunas prerrogativas de corte monárquico, permeando, con atenuados matices, el principio the king can do not wrong [1] en el ámbito de la propiedad privada y su expropiación, previa justa indemnización. Es decir, el Estado garantizaba la acción resarcitoria por los daños causados en detrimento del patrimonio de un particular a causa de la declaratoria de utilidad pública, pero se mantenía irresponsable ante los daños generados en ocasión a actos administrativos ajenos a la institución expropiatoria.

Francia, a través del Arrêt Blanco de 1873, es quien plantea con mayor brillantez los supuestos sobre los cuales se debe determinar y, posteriormente, cuantificar el daño causado a un ciudadano. Este fallo constituye la piedra angular del instituto de la responsabilidad del Derecho Público, al establecer que:

(…) la responsabilidad que puede incumbir al Estado por los daños causados a los particulares por hechos de las personas que emplea en el servicio público, no puede regirse por los principios establecidos en el Código Civil para las relaciones de particular a particular; que esta responsabilidad no es ni general ni absoluta; que tiene reglas especiales que varían según las necesidades del servicio y la exigencia de conciliar los derechos del Estado con los derechos privados [2]
El razonamiento anterior, da pie a la construcción de una teoría propia de la responsabilidad patrimonial de la Administración. En primer lugar, porque entendió que la Administración debe ser juzgada conforme a reglas especiales, sin necesidad de acudir para su interpretación, al auxilio de los presupuestos planteados en el código civil francés sobre la noción precaria de culpa o falta personal. Y, en segundo lugar, porque a partir de entonces, los asuntos administrativos serían dirimidos bajo procedimientos jurisdiccionales particulares.

El régimen de la responsabilidad de la Administración establecido en el ordenamiento jurídico de la República Dominicana.

A raíz de la proclamación de la Constitución del año 2010, nuestro ordenamiento jurídico sufre modificaciones trascendentales que obligan a reformar las bases sobre las cuales estaban edificados los poderes públicos, y armonizar sus actuaciones conforme al espíritu neo constitucionalista que ella misma consagra. Y es que la inserción de la cláusula del Estado Social y Democrático de Derecho, redimensiona la noción tradicional a la que estaba ligada la función y el accionar de la Administración Pública frente a los administrados.

La realidad es tan palpable, que hoy sólo se puede concebir una Administración que despliegue su imperium “partiendo del dato fundamental de la constitucionalización del Derecho, que obliga necesariamente a estudiar la Administración mediante la adecuación de las instituciones administrativas al deber ser constitucional”[3]. Es decir, la Administración debe actuar en garantía de la efectiva protección de los derechos fundamentales de los ciudadanos (artículo 8 de la Constitución).

En efecto, esta adecuación impone al Estado la obligación de organizar todo el aparato gubernamental y en general, todas las estructuras a través de las cuales se manifiesta el ejercicio del poder público, de manera tal que sean capaces de preservar jurídicamente el libre y pleno goce de los derechos humanos. Bajo este esquema, es preciso concluir que, resulta obligatorio interpretar el ordenamiento jurídico desde una perspectiva constitucionalizante que suprima todo reducto de irresponsabilidad de la Administración.

El reconocimiento de los preceptos que regulan la responsabilidad patrimonial de la Administración recibe pleno respaldo en el artículo 148 de la Constitución. Su fundamento jurídico se encuentra diseminado en el corpus constitucional, ya que existen presupuestos que imponen a toda la estructura estatal el deber de restituir lo suyo a cada quien cuando le ocasione un daño que la víctima no estaba obligada a soportar, y que, por ende, no sólo le ocasiona un menoscabo sino que implica una desigualdad ante las cargas.

El constituyente encomienda al legislador ordinario la labor de establecer el marco jurídico de la responsabilidad administrativa, consignando en los artículos 57 y siguientes de la Ley No. 107-13, los criterios de imputación indispensables para retener la responsabilidad:

El derecho fundamental a la buena Administración comprende el derecho de las personas a ser indemnizados de toda lesión que sufran en sus bienes o derechos como consecuencia de una acción u omisión administrativa antijurídica. Corresponde a la Administración la prueba de la corrección de su actuación.
El daño.

La responsabilidad de la Administración se activa a partir de la existencia real de un daño, entendiéndose este como “el perjuicio o detrimento sufrido en los bienes y derechos de un persona, ya tengan carácter patrimonial o no patrimonial, con inclusión del daño moral”[4]. Debe ser evaluable económicamente (patrimonial, físico, moral, emergente o lucro cesante), según se desprende del artículo 59 de Ley 107-13, siendo posible individualizarse con relación a una persona o grupo de personas.

Sobre este aspecto, no obstante que nuestra legislación use indistintamente los términos “daño” y “lesión”, la doctrina entiende que “el concepto jurídico de lesión difiere sustancialmente del concepto vulgar de perjuicio”[5]. Esto así, porque aducen que la lesión es un perjuicio patrimonial que sea antijurídico.

Un perjuicio se hace antijurídico y se convierte en lesión resarcible siempre y sólo cuando la persona que lo sufre no tiene el deber jurídico de soportarlo; la juridicidad del perjuicio es, pues, una antijuridicidad estrictamente objetiva[6]. Por tanto, no es necesario determinar si la Administración obró de forma lícita o no, sino que se trate de abarcar la totalidad de supuestos de responsabilidades, garantizando el resarcimiento íntegro a la víctima.

En tal sentido, la precitada Ley establece, en su artículo 57, párrafo I, los casos en que se pueden cristalizar la responsabilidad objetiva -prescindiendo de toda culpa, falta u omisión administrativa-, derivados del ejercicio lícito de potestades administrativas. Así, las actividades administrativas generadoras de riesgos, la existencia de sacrificios especiales o singulares en beneficio de la generalidad de los ciudadanos, la responsabilidad por trabajos públicos, vienen a ampliar el régimen de responsabilidad administrativa. El Estado responde, por consiguiente, por la antijuridicidad del daño, en el sentido de que el sujeto que sufre este último no tenga el deber jurídico de soportarlo.

A pesar del criterio objetivizador del daño por parte de la doctrina, es notorio que el legislador dominicano privilegia la teoría del daño por la culpa (Arts. 57 y 58). Convierte así,  el fundamento de la culpa del agente (responsabilidad subjetiva) en el criterio jurídico principal de imputación de daños a la Administración Pública. En ese caso, la responsabilidad descansa sobre el presupuesto tradicional de una conducta culpable bajo un desempeño doloso o imprudente.

La responsabilidad subjetiva, por su parte, entraña en nuestro sistema la coexistencia de responsabilidades (solidaridad), entre el ente público y sus funcionarios o entre varias administraciones, que permite a la víctima ser indemnizada en virtud del daño sufrido (Art. 58, párrafos I y II). De esta manera, se logra el cometido fundamental del principio de reparación íntegra del daño: proteger a la víctima de una posible insolvencia del obligado, pudiendo accionar en reclamación indemnizatoria contra todos los posibles autores, por la totalidad del daño.

La acción u omisión administrativa antijurídica.

En cuanto a las actuaciones u omisiones antijurídicas, los cuales constituyen los títulos de imputación de la Administración Pública necesarios para habilitar su responsabilidad,  la ley es muy vaga en ofrecer una fórmula genérica que permita controlar unificadamente la actividad administrativa, lo que impide determinar los estándares de conducta exigibles a la Administración, contribuyendo a expandir paulatinamente el sistema de responsabilidad patrimonial.

Siendo así, es innegable señalar que es tarea del legislador y de las distintas administraciones, dirigir esfuerzos que tiendan a especificar y fijar los criterios de actuación que deberían regir los servicios concretos que presta cada Administración, con lo cual la línea divisoria entre actuación u omisión antijurídica quedaría mejor delimitada.

A pesar de esta situación, tenemos administraciones y leyes sectoriales que regulan la esfera de actuación de algunas administraciones especializadas, toda vez que instauran sistemas y regímenes independientes de responsabilidad. En vista de esto, la Ley impone el dominio de aquellas en sus respectivas materias.

El vínculo de causalidad.

Se trata pues, de un requisito indispensable para verificar la existencia de responsabilidad patrimonial de la Administración Pública. Este elemento nos indica que el daño o lesión debe ser resultado directo de la actuación u omisión antijurídica de las administraciones.

La causalidad es el enlace o nexo, lógico y directo, entre una conducta como causa y el resultado material, como efecto y consecuencia de aquella. El nexo desempeña la función de elemento clave para imputar subjetiva u objetivamente la actuación u omisión antijurídica de la Administración. Por lo que el derecho reparación no nace por la simple existencia del daño, sino por la conexidad o la relación directa entre la actividad del Estado y sus agentes por cualquiera de sus órganos y el perjuicio que se ha producido.

Dado a que la relación del daño o la lesión con el ejercicio de la potestad administrativa implican particularidades inherentes a su compleja función servicial frente a la colectividad, resulta hoy difícil establecer criterios y fórmulas que rijan a la totalidad de los presupuestos de responsabilidad. Por ello, y debido a lo casuístico de la materia, corresponde al juez determinar las circunstancias y condiciones bajo las cuales se desenvuelve cada caso en específico sometido a su apreciación.

Es obvio, pues, que una aplicación rígida de las tesis causales (teoría de la equivalencia, causalidad adecuada o la causalidad directa), podría conducir muchas veces a resultados difícilmente compatibles con la naturaleza especial de la actividad administrativa.


[1] GARCÍA DE ENTERRÍA, E. Curso de Derecho Administrativo. Tomo II. Madrid. Civitas, 7ma. ed., 2000, p. 357.
[2] Francia. Tribunal de Controversias. Sentencia Blanco de 08 de febrero de 1873, [en línea], file:///C:/Users/mhg/Desktop/DER.%20ADM.pdf. [Consulta: 20 de septiembre de 2015].
[3] JORGE PRATS, E. Las Bases Constitucionales de la Administración Pública. La Administración Pública en el Nuevo Régimen Constitucional. 2011, Vol. V, No. 5, p.12.
[4] DÍEZ-PICAZO, L. Derecho de Daños. Madrid. Civitas, 1ra. ed., 1999.
[5] GARCÍA DE ENTERRIA, ob. cit., p. 376.
[6]Ibídem.