Hacia una Administración garantista
Por Roberto Medina Reyes
A partir del período de entreguerras y con la derrota de las dictaduras fascistas surge el Estado social y democrático de Derecho como una organización jurídico-política compuesta por un conjunto de referentes económicos, jurídicos, sociales y políticos, provenientes del proceso de democratización, socialización y normativización del Derecho. En efecto, este modelo de Estado comprende los pensamientos ideológicos de las tres fases o etapas históricas de la evolución del constitucionalismo, las cuales procuran, por un lado, la organización del poder mediante una mayor participación política de las personas y, por otro lado, la constitucionalización de un conjunto de derechos de carácter liberal, democrático y social que fundamentan la existencia de los órganos y entes administrativos. Es decir que detrás del objetivo central de esta fórmula constitucional reposan los derechos fundamentales de las personas.
La concepción del Estado como garante de los derechos fundamentales y de la prestación de los servicios mínimos indispensables obliga a la Administración a abandonar su posición absolutista en el análisis de las políticas públicas y, en consecuencia, a otorgar una mayor participación a las personas en la elaboración y adopción de las decisiones administrativas. De ahí que las personas abandonan su condición de sujetos inertes en su relación con la Administración y, por consiguiente, asumen una posición central en el Derecho Administrativo. De esta manera el Estado se convierte en un garantizador de los derechos fundamentales, por lo que la actividad administrativa se centra en el bienestar de las personas.
Lo anterior tiene consecuencias importantes. En primer lugar, transforma la relación existente entre el Estado y la sociedad, pues los ciudadanos asumen un rol activo en la gestión pública, lo que reduce la arbitrariedad y el secretismo heredados del ancien régimen y obliga a la Administración a asumir un carácter vicarial o servicial en beneficio de las personas. Esto, sin duda alguna, democratiza la actividad administrativa, pues dota de prerrogativas a los ciudadanos para que puedan definir y estructurar la actividad de los órganos y entes públicos. En segundo lugar, genera el reconocimiento del derecho fundamental a una buena administración, el cual está permeado de un conjunto de principios y reglas que condicionan la actuación administrativa. Y, en tercer lugar, obliga a la Administración a adoptar las medidas necesarias para la protección efectiva de los derechos de las personas.
De ahí que la función esencial de la Administración en un Estado social y democrático de Derecho no se limita a la protección de la seguridad y de la libertad individual de los ciudadanos, sino que además procura asegurar que las personas puedan perfeccionarse de forma igualitaria, equitativa y progresiva, en un marco de libertad individual y de justicia social. Es decir que la Administración no sólo debe garantizar que las personas puedan desarrollarse libremente en la sociedad, sino que también debe dotarlos de servicios mínimos indispensables que les permitan gozar en iguales condiciones de sus libertades públicas. Y es que, tal y como sostiene Calamandrei, en un Estado social y democrático de Derecho la “cuestión social” se convierte en una “cuestión de libertad”[1], de modo que la Administración debe garantizar el acceso a estos servicios para que las personas puedan desarrollarse libremente.
En ese sentido, es evidente que la idea que fundamenta la existencia de la Administración en un Estado social y democrático de Derecho es el reconocimiento y la protección de los derechos fundamentales. Es decir que el interés general -que tradicionalmente ha justificado la existencia y la legitimación de la Administración- se configura en este modelo de Estado en el goce de los derechos de las personas. De modo que el Derecho Administrativo no es hoy un instrumento al servicio de los órganos que ejercen potestades públicas, sino un instrumento objetivo para garantizar el interés general, el cual se materializa en la satisfacción de los derechos de carácter liberal, democrático y social. En palabras de Rodríguez Arana, el Estado es “sobre todo y ante todo, garantizador de derechos ciudadanos”.[2]
La Administración se debe a los ciudadanos, por lo que se encuentra constitucionalmente obligada a ser un ente proactivo en la protección de los derechos fundamentales. Esto, sin duda alguna, justifica la adopción de las medidas administrativas necesarias para asegurar la realización de los derechos y la prestación efectiva de los servicios mínimos indispensables aun cuando no hayan sido expresamente previstas por una ley previa. En estos supuestos, tal y como explica Sánchez Morón[3], la Administración se encuentra vinculada de forma negativa al principio de legalidad, pues en ningún caso puede adoptar medidas que sean contra legem o contra ius.
En otras palabras, la actividad administrativa no puede depender de la voluntad exclusiva del legislador, pues la Administración posee una sujeción directa a la Constitución, la cual impone un mandato imperativo de reconocimiento y protección de los derechos fundamentales. Ahora bien, es importante aclarar que la vinculación negativa de la Administración en estos casos no significa en lo absoluto que la actividad administrativa se encuentra exenta de control judicial, sino que, si bien la Administración puede adoptar aun de oficio las medidas idóneas y adecuadas para cumplir con su misión institucional, ésta debe observar los principios y las reglas generales que componen el derecho fundamental a una buena administración. Pero, además, la Administración sólo puede actuar en el marco de su competencia y en base a las potestades administrativas que expresa o implícitamente le reconoce el ordenamiento jurídico.
En definitiva, la cláusula del Estado social y democrático de Derecho transforma la relación existente entre el Estado y la sociedad, pues posiciona a las personas en el centro de las políticas públicas y de las decisiones administrativas. Esta posición jurídico- constitucional de las personas obliga a los órganos y entes públicos a ser entes activos en el reconocimiento y protección de los derechos fundamentales, pues es a través de esta función esencial que la Administración cumple con su misión institucional de servir con objetividad al interés general.
Por consiguiente, es claro que los órganos y entes administrativos están constitucionalmente habilitados para adoptar las medidas idóneas y adecuadas para proteger los derechos de las personas, de modo que no tienen que esperar a que el legislador les autorice para actuar en beneficio de los ciudadanos. En estos casos, la actuación administrativa se desarrolla en ejecución directa de la Constitución, en tanto norma suprema del ordenamiento jurídico. De ahí que es indudable que en la actualidad nos encontramos frente a un sistema administrativo más garantista de los derechos fundamentales, el cual se despliega en torno a las personas.
[1] Piero Calamandrei. Sin legalidad no hay libertad (Madrid: Editorial Trotta, 2016).
[2] Jaime Rodríguez Arana, “El derecho fundamental a la buena administración de las instituciones públicas y el Derecho Administrativo”, en El derecho a la buena administración y la ética pública (Valencia: Tiran lo Blanch, 2011), 77 y ss.
[3] Miguel Sánchez Morón, Derecho Administrativo (Madrid: Tecnos, 2006), p.p. 86 y 87.