Por: Felix Tena de Sosa (@FelixTena)
El sistema penal moderno surge con el “arrebatamiento de los conflictos a las personas directamente involucradas” (Christie) y la consiguiente “exaltación del bien jurídico a costa de las víctimas concretas” (Eser). Los delitos son conflictos que el Estado normativiza para garantizar un determinado orden social. Es por esto que la coacción penal persigue primariamente la reafirmación de la autoridad estatal y deja en un segundo plano la protección de las personas de carne y huesos afectadas por los delitos. Las víctimas no serían verdaderos “sujetos de derecho”, sino meros “convidados de piedra” (Maier) portadores de un interés jurídico que el Estado ha de tutelar en beneficio del “bien común”.
Actualmente parece imponerse la exigencia de otorgar un mayor protagonismo y mayores beneficios a las víctimas en el sistema penal. Pero sin los adecuados mecanismos de compatibilización podrían afectarse principios fundamentales que el constitucionalismo ha madurado como límites al poder penal, creando un desbalance irrazonable entre víctimas e imputados o legitimando jurídica y socialmente prácticas institucionales –tanto policiales como judiciales– que violentan groseramente los derechos de los imputados. Por ello es necesario hallar un equilibrio “entre el contenido de las instituciones que expresan la orientación a la víctima y los fines de garantía propios del Derecho penal” y del Derecho procesal penal (Silva Sánchez).
Justo es admitir que las víctimas nunca han sido tomadas en serio el sistema penal dominicano. En el Código de Procedimiento Criminal de 1884 la legitimación procesal de la víctima apenas le permitía participar como actor civil para exigir la reparación de los daños y perjuicios, pero no podía intervenir directamente en el aspecto penal. Si carecía de los recursos suficientes para costear los gastos de representación de un abogado su rol se reducía a ser un testigo más de la causa. El Ministerio Público asumía la representación del Estado con total desentendimiento de la suerte de las víctimas concretas y al Poder Judicial solo le interesaba conseguir “la verdad” para condenar a los imputados.
A pesar de las críticas, el Código Procesal Penal de 2002, en vigencia desde el 27 de septiembre de 2004, estableció un conjunto de derechos fundamentales que convierten a las víctimas en efectivos sujetos de derecho en el sistema penal. El artículo 84 es particularmente ejemplificativo del cambio de estatus anunciado por la norma. Se adopta asimismo un modelo de Ministerio Público tendencialmente más conectado con las víctimas y se otorga a las víctimas una legitimación procesal activa para intervenir en el conflicto penal como acusador particular adjunto o independiente al Ministerio Público.
Todos esos avances normativosno garantizan por sí solos un cambio en la realidad operativa del sistema penal para tutelar efectivamente los derechos de las víctimas. Es necesario un cambio cultural y organizacional en la relación entre víctimas y fiscales, para romper el paradigma tradicional de una acusación pública despersonalizada que actúa solo en representación del Estado o la sociedad. Se requiere pues que al interés general que el Ministerio Público representa se integre el interés particular de las víctimas. Los fiscales deben tener así una “sensibilidad particular” hacia las víctimas, pero sin traicionar su deber de objetividad.
La tutela efectiva de las víctimas en el sistema penal es una cuestión mucho más compleja que el asegurarles o no una representación judicial similar a la que se garantiza al imputado. Es cierto que víctimas e imputados ostentan intereses contrapuestos en el proceso, pero las consecuencias que pudieran derivar de la sentencia no son equiparables en términos jurídicos. Es por esto que el trato procesal de uno y otro puede ser diferenciado sin que ello constituya una afectación ilegitima del principio de igualdad. Para garantizar la integración efectiva de la víctima al sistema penal se requiere prioritariamente que el Ministerio Público asuma la reparación civil como una “tercera vía” que contribuye a los fines convencionales del derecho penal, y que el Estado desarrolle políticas públicas de protección y atención integral que disminuyan los efectos de la victimización secundaria y garanticen la reparación integral de las víctimas.
No hay dudas que el sistema penal debe proteger tanto a las “víctimas actuales” como a las “víctimas potenciales” porque “el delito es algo que no puede reducirse a un conflicto de intereses de estructura dual, sino que contiene una referencia a terceros que es imposible desconocer” (Silva Sánchez). Es por esto que no es conveniente la propuesta de otorgar a la víctima “la titularidad exclusiva de la acción penal” y consecuentemente convertir al Ministerio Público en un órgano subsidiario para ejercer la acción penal por cuenta de la víctima cuando “no tenga medios o no desee llevar adelante personalmente la persecución” (Bovino) y sólo permitirle acusar autónomamente en las infracciones “sin víctimas concretas” o que afecten “intereses colectivos y difusos”. Tampoco sería adecuado establecer un sistema dual de representación de las víctimas, esto es, un Ministerio Público para los intereses generales o las víctimas potenciales y un Defensor Público que proteja los intereses concretos de las víctimas actuales, porque supone una duplicidad de recursos para el Estado y, además, fomenta la ineficacia del Ministerio Público como órgano acusador público.
La reparación de la víctima debe ser asumida institucionalmente por el Ministerio Público como una tercera vía que a contribuye a los fines del ius puniendi del Estado. Ello supone que en ciertas circunstancias deberá impulsarla a requerimiento de la víctima. El artículo 51 del Código Procesal Penal permite al Ministerio Público ejercer la acción civil “cuando se trate de infracciones que afecten intereses colectivos o difusos” (Art. 51). Bastaría pues con una simple reforma al estatuto legal del Ministerio Público o al Código Procesal Penal que faculte a la víctima a delegar en el acusador público el ejercicio de la acción civil cuando “carezca de recursos” para costearse una representación civil particular o “sea incapaz de hacer valer sus derechos y no tenga quien lo represente” como ya se lo permite el artículo 52 del código respecto de organizaciones no gubernamentales. Sólo subsidiariamente es exigible que se provea de manera autónoma una asistencia legal gratuita para las víctimas impulsar la acción civil.
La investidura de la víctima como acusador particular en el proceso penal supone, en cierta medida, una desconfianza en la efectividad de la representación asumida por el acusador público. Se trata, por tanto, de un mecanismo de control que el agraviado debe costear por sus propios medios o con la ayuda de instituciones privadas. El Estado no puede autoimputarse la ineficacia de la acusación pública para proveer como refuerzo a la víctima una representación pública que asuma la acusación particular. Lo que se impone es un cambio institucional que “ponga en su puesto al Ministerio Público” (Fix-Zamudio) como representante de las víctimas potenciales y actuales. Ello no significa que una “Defensoría Pública de las Víctimas” no tenga razón de ser, sino que su función debe ser reenfocada a su carácter subsidiario, en los casos que el Estado ha privatizado la acción penal o en cualquier caso de acción penal pública en que el Ministerio Público decida no acusar o retirar la acusación, a condición de las víctimas a representar “carezcan de los recursos económicos para obtener una representación judicial de sus intereses” conforme el artículo 177 de la Constitución de la República.
La interacción de las víctimas con el sistema penal puede producirles consecuencias psicológicas, sociales, jurídicas y económicas negativas (victimización secundaria). Es por esto que urge replantearse el tratamiento que se le da a las víctimas. El Ministerio Público debe tener un órgano especializado que interactué permanente con las víctimas de los delitos, garantizándoles mecanismos de protección y atención adecuadas a sus necesidades particulares. Es válido pensar en una “Dirección General de Atención y Protección de Víctimas”, como parte de la estructura interna del Ministerio Público. Pero un sistema eficiente de protección y atención de víctimas requiere el concurso de múltiples órganos públicos y entidades privadas para garantizar el uso eficiente de los recursos disponibles y optimizar los beneficios. Particular protección debe prestarse a las personas que puedan resultar lesionadas en su vida, integridad, libertad o patrimonio “a consecuencia de su intervención en la investigación o en el proceso, o por su relación con los intervinientes”.
Es imperativo adoptar una Ley de Atención y Protección Integral a Víctimas, Testigos y otros Sujetos en Riesgo para regular la participación de las víctimas en el sistema penal dominicano. Se requiere que una iniciativa de este tipo pueda ser objeto de discusión en amplios sectores de la vida nacional y que sea enriquecida con un proceso legislativo abierto y plural. Pero, lo más importante es lograr un compromiso político del más alto nivel para impulsar el perfeccionamiento de una justicia penal que se preocupe por las víctimas –y también por los imputados– con una “visión de efectividad” centrada en la dignidad humana como piedra angular del Estado social y democrático de derecho que prefigura la Constitución de la República.
* El autor es abogado especializado en derecho constitucional.