Democracia constitucional y limitación del poder político
Por: Pedro Luis Montilla Castillo
La idea de una visión constitucional de la democracia se extiende, afortunadamente, entre nosotros. Planteada progresivamente desde el pensamiento de autores como Kelsen, y Lowestein[1], ha ido tomando forma en las últimas décadas en la pluma de maestros como Norberto Bobbio, Luigi Ferrajoli y Carlos S. Nino, entre muchos otros.[2] Esboza la necesidad de un espacio en el que coexistan las instituciones tradicionales del derecho constitucional (derechos fundamentales, división de poderes, control de constitucionalidad) en conexión con las instituciones que tienen su origen en el pensamiento democrático, es decir, aquellas que tienen por finalidad viabilizar la participación de las personas en la adopción de las decisiones colectivas, como la regla de mayoría, el sufragio universal o la existencia de opciones políticas reales que compitan entre ellas. Es el encuentro de dos sistemas, a saber, constitucionalismo y democracia.[3]
La democracia constitucional es la doctrina que define la democracia en términos de derechos: derechos de libertad, políticos, sociales y de cuarta generación.[4] No implica una crítica ideológica a otras concepciones de la democracia que han sido, en gran medida, necesarias para la comprensión de esta última, como ocurriría con la visión poliárquica de Dahl (Prefacio a una teoría democrática, 1956), economicista de Downs (An economic Theory of democracy, 1957), republicanista de Sustein, dualista de Ackerman (We the People, 1993), elitista de Schumpeter (Democracia, capitalismo y socialismo, 1942), o deliberativa, cuyos principales ponentes son Elster, Habermas y Nino. Sin embargo, presupone que al introducir en su formulación los límites propios del constitucionalismo, lejos de restringirse la voluntad del pueblo, se crean escenarios de protección para las minorías y se procura que la posibilidad de justificar cualquier decisión política en la voluntad de las mayorías no se traduzca en una negación del propósito mismo de esa democracia. Es, en palabras de Bobbio, una democracia que, siendo “respetuosa con los derechos coincide con el Estado constitucional, caracterizado por la rigidez de la constitución y el control de legitimidad constitucional de las leyes”.[5]
Ahora bien, la idea de unir estos dos sistemas, si bien puede resultar útil para la optimización de las principales instituciones de cada uno, no es por ello menos compleja ante la tensión natural que produce. Como recuerda el propio Nino, “este matrimonio entre democracia y constitucionalismo no es sencillo. Sobrevienen tensiones cuando la expansión de la primera conduce a un debilitamiento del segundo o, por el contrario, el fortalecimiento del ideal constitucional se convierte en un freno para el proceso democrático. Estas tensiones no son fáciles de detectar con precisión debido a la falta de certeza respecto de qué es lo que hace que la democracia sea algo valioso, cuál es el modelo de democracia que maximiza ese valor, y la oscuridad de la noción misma de constitucionalismo”[6]. De allí que un amplio sector de la doctrina se encuentre hoy enfrentado en la discusión respecto a cuál de estos sistemas debe primar en los aspectos en los que el conflicto es evidente.
Quizás el elemento más ilustrativo de este conflicto se suscite en torno a la idea del control jurisdiccional de la constitucionalidad de las leyes, como una consecuencia natural de la aplicación directa de la Constitución, toda vez que esta “es ahora percibida como un documento genuinamente jurídico, como tal aplicable en el plano jurisdiccional, y no solo como un manifiesto político dirigido al legislador”[7]. De ello da fe el largo debate que puede apreciarse en textos como The Least Dangerous Branch, The Supreme Court at the bar of Politics, publicado por Alexander M. Bickel en 1962, que plantearía la idea del poder judicial como un escenario contramayoritario para la toma de las decisiones políticas relevantes y al que seguirían trabajos como el de John Hart Ely en 1980 (Democracy and Distrust. A Theory of Judicial Review. Cambridge: Harvard University Press), y numerosos abordajes de la cuestión en voces como las de Tushnet, Mangabeira Unger y Waldron, a los que responderían Dworkin, Garzón Valdés, Zagrebelsky y otros.
Hay, sin embargo, otras instituciones de la democracia constitucional que, si bien no generan un debate doctrinal de similar tensión y contrariedad –pues, como se verá, resultan elementos de equilibrio tanto para la democracia como para el constitucionalismo–, han encontrado frecuente oposición en actores políticos de nuestro ordenamiento (y en muchos de nuestra región). Me refiero a la idea de limitar el poder político, como herramienta de protección de la democracia. Hablo de que la doctrina normativa del control jurídico del poder político que define una de las acepciones del constitucionalismo[8] no es solo importante para los ideales del propio constitucionalismo como estrategia de protección de derechos, sino que es también un valor preponderante del pensamiento democrático en cuanto (a) incide en la promoción de la deliberación pública y la participación ciudadana real en esa deliberación, y (b) implica una conexión necesaria de la democracia como forma política de la igualdad y, por tanto, ámbito dogmático a proteger.
Así, aunque en la limitación del poder haya escenarios en los que determinadas decisiones mayoritarias se someten a formas, procedimientos y –por qué no decirlo– trabas, no es por ello menos cierto que la democracia se fortalece cuando el poder, aún en su concepción legítima, se limita. Y esto, en los contextos de nuestra América Latina tiene todavía mucho más sentido. Tómese en cuenta que, como señalase en algún momento Alberdi y nos recordase luego Gargarella, el constitucionalismo latinoamericano se pensó a partir de los grandes dramas que enfrenta la humanidad (como fueron la lucha por la independencia en sus orígenes o la cuestión de la crisis económica en toda la región durante casi todo el siglo XIX). De allí que en las últimas décadas del siglo XX diversos constitucionalistas del mundo, pero en especial de América Latina, generaron un consenso académico sobre los problemas del presidencialismo en la dinámica del control del poder político y se pensara, a partir de allí, el constitucionalismo de una época.
Como dije antes, salvo contados casos, la doctrina constitucional no discutió la bondad del control, la organización y la limitación del poder político. Sin embargo, luego de la publicación de trabajos como La crisis del presidencialismo. Perspectivas comparativas, de Juan J. Linz, La capacidad de supervivencia democrática en América Latina, de Scott Mainwaring, El presidencialismo puesto a prueba, coordinado por Carlos Nino, entre muchos otros, se suscitaron en nuestra región dos reacciones interesantes: por un lado se utilizó la idea de la democracia para favorecer la disminución del constitucionalismo y por otro se verificó la oposición o el desinterés de actores políticos relevantes –cuestión que también advertí más arriba– en la implementación de cambios estructurales en diseño constitucional.
Respecto a la primera cuestión, desde la última década del siglo XX en gran parte de América Latina se construyó un distanciamiento a la “regla de la alternancia”, bajo una justificación socio-económica (las reformas neoliberales del momento), lo que implicó reelección inmediata en las reformas constitucionales de Perú (1993), Argentina (1994 y Brasil (1997)[9]. Luego se utilizó con más énfasis a la democracia como excusa para justificar los procesos de reelección en los gobiernos de Venezuela (Hugo Chávez 1999-2103), Bolivia (Evo Morales 2006-2019), Ecuador (Rafael Correa, 2007-2017), Colombia (Álvaro Uribe 2002-2010) y más recientemente en casos como el de Daniel Ortega en Nicaragua (2007 a la fecha) y Nayib Bukele en el Salvador (desde 2019 a la fecha).
En estos casos el discurso era esencialmente dirigido a exaltar el valor del argumento mayoritario: las amplias simpatías que gobernantes de una u otra ideología detentaron en momentos determinados, creaban las condiciones para que sus proyectos de permanencia en las presidencias de sus respectivos países se presentasen como expresión de la voluntad popular. Así la reelección presidencial y sus muy diversas formas de limitación, “regresan a la palestra pública una y otra vez, en distintos siglos, en diferentes países, en los más diversos contextos, con cada ocasión en que un mandatario en funciones busca cambiar las reglas del juego para perpetuarse en el cargo”.[10]
Desde luego, muchos de estos escenarios generaron un desgaste natural en legitimidad social de la democracia, puesto que, sin un constitucionalismo funcional, la percepción de muchos de los ciudadanos se encamina hacia la idea de que la democracia no tenía herramientas suficientes para derrotar algunos vicios ancestrales como la corrupción y el clientelismo. Por demás, esta sensación actúa como plataforma perfecta para la consolidación de nuevos caudillos, que en lugar de llegar al poder mediante golpes militares e instaurar dictaduras, como fue común durante la segunda mitad del siglo XX, se valen ahora del descontento popular con la democracia representativa, capitalizándolo a través del populismo.[11] A esto se suma un continuo uso de las constituciones para procurar “legitimar” esos esquemas de continuismo, para lo cual la doctrina ha utilizado el concepto de “abuso del constitucionalismo”[12], advirtiendo también de la existencia de reformas constitucionales inconstitucionales, cuando se utiliza el argumento democrático para traspasar los límites que la propia Constitución consagra para sus reformas.[13]
La segunda cuestión tiene que ver con el escaso interés –y en muchos casos la abierta resistencia– de actores políticos relevantes a enfrentar esquemas de reelección indefinida que se habían heredado de los regímenes autoritarios de mediados del siglo XX. Esta resistencia no ha tenido en el contexto dominicano una excepción. Lejos de ello, cuando en muchos países de América Latina se abordaba y promovía una disminución del presidencialismo, en nuestro país se dilataba la posibilidad de un cambio ante la incapacidad de los actores políticos más relevantes de establecer un proceso de diálogo adecuado (tómense como referencia los intentos de reforma constitucional en los gobiernos encabezados por Guzmán Fernández y Jorge Blanco). Esto llevó al extremo de que, cuando finalmente se pudieron generar algunos cambios constitucionales conforme a esa doctrina que se formó en constitucionalismo latinoamericano de la década de 1980, fue en el contexto de una importante crisis electoral, precisamente causada por los excesos del presidencialismo reinante[14].
Hoy, mientras una parte importante de nuestra región todavía discute en torno a las dos reacciones antes descritas, el Congreso de la República Dominicana estudia una propuesta de reforma constitucional que, de aprobarse, haría particularmente difícil la variación del régimen de elección presidencial. Con ello, terminaría quizás una larga contienda que, durante toda nuestra vida republicana, se ha tenido en torno a la reelección presidencial, pues ahora rige entre nosotros un sistema de repostulación sucesiva única, que no dispone la reelección como derecho, pero sí la permite (una única vez y de forma inmediata). Sobre el contexto en que emergió esta regulación vigente –más cercano al continuismo que a la limitación del poder– he hablado ya en otra parte[15]. Pero lo cierto es que las cláusulas contenidas en la propuesta de reforma promoverían una marcada estabilidad del régimen vigente y evitaría, sobre todo, el retorno de esquemas indefinidos de reelección, que son “una manifestación de hiperpresidencialismo que acentúa la preeminencia del mandatario frente a otros poderes y lo sitúa en una posición de privilegio sobre la oposición, para impedir la alternancia en el ejercicio del poder”.[16]
Estas cláusulas propuestas apuntan a dos modificaciones particulares: una de ellas a introducir dentro de la cláusula pétrea ya existente (que impide que la reforma constitucional pueda versar sobre la forma de gobierno), lo referente a la forma de elección presidencial, para hacer inmodificable el sistema de repostulación única e inmediata. La otra, a mi juicio tan importante como la primera, procura que ningún funcionario de elección popular pueda beneficiarse de una reforma constitucional que altere los términos de escogencia y permanencia en el cargo que ocupa, promovida durante su ejercicio en dicho puesto. Con ello, además de dar rango constitucional al principio de que nadie puede legislar en beneficio propio, se genera un importante desincentivo a las pretensiones de quienes entienden que el poder político debe eternizarse en manos de quien lo detenta.
Sin embargo, mientras la conveniencia o necesidad de la propuesta de reforma se discute, tanto en las cámaras legislativas como en la academia jurídica, nuevamente la cuestión de la democracia constitucional se presenta en los debates, desde diferentes ángulos. Por un lado el sector que promueve la reforma –en el que se ubica el autor de estas ideas– advierte que la propuesta se enmarca en los ideales del constitucionalismo que fortalecen la democracia al limitar el poder. Sin embargo, con argumentos igualmente atendibles, quienes disienten de la idea propuesta afirman que “petrificar” la cuestión de la reelección presidencial implica una atadura antidemocrática por parte de la generación presente para con las generaciones futuras.
Sobre el argumento de la restricción del libre albedrío de las generaciones futuras, hay al menos dos ideas que deben ser consideradas, una puramente procedimental y otra sobre las tensiones que la democracia constitucional implica. Respecto a lo primero, existe un debate en torno a los alcances del poder de reforma de una asamblea revisora (poder constituyente derivado) para “despetrificar” aquello que también una asamblea revisora dispuso como inmodificable. Un segmento de la doctrina afirma que una vez que una disposición constitucional es resguardada por una cláusula pétrea, solo puede modificarse esa protección reforzada mediante el desconocimiento de la Constitución misma. Un sector contrario afirma que siendo la petrificación obra del poder constituyente derivado, puede éste mismo removerla con posterioridad, lo que incluso -sostienen algunos- debilita la argumentación sobre el valor de la cláusula de intangibilidad.
Si damos como cierto el primer razonamiento, la cláusula pétrea es en extremo eficiente y amerita un consenso particular para su modificación, que no es imposible, como se afirma, pero sin dudas complejo, pues impone el llamado a una Asamblea Constituyente, actuación que es poco común entre nosotros. Sin embargo, aún si optamos por la segunda de las posiciones, la cláusula pétrea implica una dificultad adicional en el procedimiento de reforma, lo cual justifica su utilidad, más allá de que plantea que la restricción proyectada por una generación pasada sobre la futura no es absoluta o irrazonable.
A tono con esto último, encontramos la segunda idea: hay en la esencia misma de la democracia constitucional una suerte de comprensión hacia ciertas limitaciones en la toma de decisiones colectivas en tanto sirvan como mecanismo de protección de los derechos de la propia colectividad. Como reconoce oportunamente Bayón, “si la democracia es el método de toma de decisiones por la mayoría, la primacía constitucional implica precisamente restricciones a lo que la mayoría puede decidir”[17]. ¿Es entonces antidemocrática la idea de una Constitución normativa o debemos entender que la democracia no implica necesariamente que cualquier las mayorías puedan determinar, en todos los casos, todos los aspectos relevantes de la vida común?
Una limitación como la que es objeto de debate, no hace más que llevar, de acuerdo con Ferrajoli, la cuestión de una posible reelección indefinida (o simplemente una reelección más allá de dos periodos consecutivos, que es contraria al principio de alternancia en el poder), a la esfera de lo indecidible[18]. Se trata de un espacio en que, siguiendo el razonamiento de Ernesto Garzón Valdés, se encuentra un “coto vedado”, donde coloca “los derechos fundamentales no negociables, como condición necesaria de la democracia representativa”. De allí que, tomando de Kelsen el criterio de que lo aplicable es el “principio de la mayoría” y no el “domino de la mayoría”, reconduce a este ámbito las ideas de disenso, negociación y tolerancia[19]. Una disposición como la propuesta es entonces cónsona con la idea de una democracia constitucional en tanto sirve para preservar, mediante la limitación del poder, los derechos de los individuos y los espacios para la deliberación de tales derechos. Y es que la limitación del poder permite espacios de diálogo, aunque las formas tradicionales de democracia parezcan ver mermada la capacidad de las mayorías de decidir de manera plena, aun cuando la decisión tomada sea esencialmente antidemocrática.[20]
Otro argumento que entre nosotros se ha esgrimido en el contexto de esta propuesta de modificación constitucional alude al mito construido sobre el relativo fracaso de algunos experimentos de presidencialismo moderado en América Latina que en muchos casos procuraron reducir el efecto pernicioso de los presidencialismos exacerbados introduciendo herramientas propias del parlamentarismo, que no siempre han podido demostrar una convivencia adecuada o, cuando menos, eficiente. Algunos casos que pueden ser objeto de estudio son Argentina, Colombia, Guatemala, Venezuela, Uruguay y Perú. En distintos modos se evidencia que formas moderadas de presidencialismo pueden resultar particularmente ineficientes y se recurre en más de una ocasión a la idea de que en nuestros contextos políticos es indispensable un gobierno fuerte y un poder concentrado. Pero hay muchos otros factores que podrían explicar este fracaso (económicos, sociales, geopolíticos, etc.) que podrían ser más determinantes que un problema de diseño, por lo que el estudio del derecho comparado en la materia debe tomar en consideración otras variables. Por demás, lo que una democracia constitucional exige no es ni un gobierno presidencialista atenuado ni un gobierno parlamentarista ni ninguna otra configuración particular para la dinámica de los poderes del Estado, sino un esquema en que la limitación del poder sea más que un discurso y sus efectos permitan un sistema verdaderamente respetuoso de los derechos, así como una democracia verdaderamente participativa.
Creo que cuando se descartan de forma absoluta la idea del eterno retorno, se habilita, de manera natural la formulación de mejores escenarios de diálogo y construcción social. Se produce una mejora natural en la forma de protección de los derechos fundamentales y se optimizan los valores, no solo del constitucionalismo, sino también de la democracia. Por eso creo que en el contexto de las reformas que se impulsan en este momento en la República Dominicana es imperioso recurrir a la idea de una democracia constitucional y que la misma nos permita colocar sobre la mesa esos criterios que parecen estar en conflicto natural, pero que resultan igualmente indispensables para la conservación de nuestra dignidad. Que la democracia no signifique un desconocimiento del constitucionalismo ni éste implique un retroceso para aquella.
Tomar en cuenta estos aspectos en la dinámica del fortalecimiento institucional, reitero, no solo impacta en la fisonomía de un constitucionalismo fuerte, sino que genera una mejora inmediata en la práctica democrática. La limitación del poder crea espacios para que la participación de los ciudadanos en las decisiones públicas, más allá de las concepciones procedimentales, epistémicas o lotocráticas de quienes la ponderan, sea –diría Cristina Lafont– una auténtica democracia sin atajos[21].
[1] Entre otros trabajos de interés, pueden verse textos de Kelsen como De la esencia y el valor de la democracia (1929), traducción de Juan Luis Requejo Pagés Oviedo, KRK, 2006; Los fundamentos de la Democracia en “Escritos sobre la Democracia y el Socialismo”, Ed. Debate, España, 1988; ¿Quién debe ser el defensor de la Constitución? Ed. TECNOS, España, 1995, y La paz por medio del derecho, Ed. TROTTA, Madrid, 2017. De Karl Loewenstein véase Teoría de la Constitución, Ed. Ariel, Barcelona, 1970.
[2] De Norberto Bobbio, la referencia necesaria es El futuro de la democracia (1984), Fondo de Cultura Económica, México, 1986.Aunque quizás el trabajo más socorrido de Nino en la materia es La constitución de la democracia deliberativa, Ed. Gedisa, Barcelona 1997, es igualmente oportuno ver escritos suyos como Derecho, Moral y Política. Una revisión de la teoría general del Derecho, Ed. Ariel, Buenos Aires, 1994; La democracia epistémica puesta a prueba, Doxa. Cuadrenos de Filosofía del Derecho, 10: 295-305; y Fundamentos de Derecho Constitucional, Ed. ASTREA, Buenos Aires, 1980. Por su parte Ferrajoli también ha sido prolífico en el tema, destacando trabajos como Expectativas y garantías. Primeras tesis de una teoría axiomatizada del derecho. Doxa, 20: 235-279, 1997; Garantismo: una discusión sobre derecho y democracia, Ed. TROTTA, Madrid, 2006; La esfera de lo indecidible y la división de los poderes, en Estudios constitucionales, año 6 (1), 337-343 (2008), y La democracia a través de los derechos: el constitucionalismo garantista como modelo teórico y como proyecto político. Ed. TROTTA, Madrid, 2014.
[3] Cfr. Salazar Ugarte, Pedro. La democracia constitucional. Una radiografía teórica. Fondo de Cultura Económica, México, 2008.
[4] Barberis, Mauro. Ética para juristas. Editorial TROTTA, Madrid, 2008, p. 81.
[5] Bobbio, Norberto. El futuro de la democracia. Fondo de Cultura Económica, México, 1986. p. 189.
[6] Nino, Carlos S., La constitución de la democracia deliberativa, Ed. Gedisa, Barcelona 1997, p. 14.
[7] Pino, Giorgio, Derechos e interpretación. El razonamiento jurídico en el Estado constitucional. Universidad Externado de Colombia, 2014, p. 244.
[8] Barberis, Mauro. Op. Cit., p. 133.
[9] Cfr. Treminio Sánchez, Ilka. “Las reformas a la reelección presidencial en América Latina” en Revista de Estudios Sociológicos XXXI, 91, 2013, p. 6.
[10] Bernal Pulido, C., Caicedo C., y Serrafero, M., Reelección indefinida vs. democracia constitucional. Universidad Externado de Colombia, Bogotá, 2015, p. 11.
[11] Wiesner León, Héctor, “La erosión de las democracias liberales del siglo XXI. Una perspectiva latinoamericana”, en Rico Marulanda, Carolina, et al (eds.), Democracia, Representación y nuevas formas de participación. Una mirada en prospectiva, Universidad Externado de Colombia, Bogotá, 2021, p. 44.
[12] Véanse al efecto algunos trabajos como: David Landau, Abusive Constitucionalism, University of California Davis Law Review, vol. 47, 2013, pp. 189-260 y Dixon, R. & Landau, D. (2015). Transnational constitutionalism and a limited doctrine of unconstitutional constitutional amendment. International Journal of Constitutional Law, 13(3), 606-638.
[13] Cfr. Richard Albert, “Noncontitutional Amendments”, en Canadian Journal of Law an Jurisprudences vol. 22, 2009, pp. 5-47.
[14] El lector puede profundizar sobre este tema en trabajos como Constitucionalismo y procesos políticos en la República Dominicana, de Flavio Darío Espinal, Trauma Electoral (Santo Domingo, 1996) de Juan Bolívar Díaz, La crisis electoral de 1994 (Santo Domingo, 2011), de John Graham, Las dolosas elecciones de 1994 (Santo Domingo, 2022), de Bernardo Vega, entre otros.
[15] Como sostuve en un artículo reciente (Constitución y presidencialismo, https://acento.com.do/noticias/ constitucion-y- presidencialismo-9393444.html) aunque el sistema de una repostulación única e inmediata es defendido como la opción más idónea para nuestro sistema, es oportuno reconocer que surgió como una estrategia coyuntural para que un grupo político permaneciese en el poder pese a la prohibición existente de reelección presidencial consecutiva. Y que, como si ello fuera poco, intentó modificar apenas unos años después para habilitar un tercer periodo, afortunadamente sin éxito.
[16] Bernal Pulido, C., Caicedo C., y Serrafero, M., Op. Cit., p. 49.
[17] Bayón, Juan Carlos, “Derechos, democracia y constitución” en Carbonell, Miguel (coord.), Neoconstitucionalismo(s), Ed. TROTTA, Madrid, 2005, p. 217.
[18] Ferrajoli, Luigi. Democracia y garantismo. Ed. TROTTA, Madrid, 2008, p. 102.
[19] Garzón Valdés, Ernesto. “El consenso democrático: fundamento y límites del papel de las minorías”. Isonomía, 2000, núm.12, p. 25.
[20] Bernal Pulido, C., Caicedo C., y Serrafero, M., Op. Cit., p. 97.
[21] Cfr. Lafont, Cristina, Democracia sin atajos. Una concepción participativa de la democracia deliberativa. Editorial TROTTA, Madrid, 2021.