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Discrecionalidad sin control: la grieta del poder público

Por Demí Félix Domínguez

“Debe ser verdad porque lo dijo el rey”. Esta sentencia no solo evoca una época, sino que resume una cosmovisión política: aquella en la que el poder hablaba con voz divina y la obediencia no admitía réplica; una verdad supeditada a la voluntad del soberano, donde la legalidad era indistinguible del capricho y la razón se doblegaba ante la jerarquía. En el absolutismo, la voluntad del monarca no requería justificación ni rendición de cuentas: era fuente y fin del orden. Sin embargo, como advirtió Jean-Jacques Rousseau, “el más fuerte nunca es lo bastante fuerte para ser siempre el amo, si no transforma su fuerza en derecho y la obediencia en deber”. En otras palabras, el poder necesita legitimación, no imposición. Hoy, en el contexto del Estado social y democrático de derecho, esa idea ha sido radicalmente superada: la autoridad no se presume infalible, ni el mandato se acepta sin razón. Lo que en otro tiempo bastaba con ser ordenado, ahora debe ser explicado, fundamentado y sometido al escrutinio de la ley y la razón. Porque, en una democracia, ni siquiera el rey —si lo hubiera— puede estar por encima de la ley.

Esa ruptura con el absolutismo implica que, en la actualidad, la legitimidad de toda actuación pública debe fundarse en el ordenamiento jurídico y orientarse al bien común. No obstante, en el ámbito de la gestión pública, la discrecionalidad administrativa ha sido, en no pocas ocasiones, interpretada como una licencia para actuar con una libertad casi irrestricta. Detrás de esta facultad, concebida como un instrumento técnico al servicio de la función pública, se esconde un riesgo latente: el desvío de poder y la consecuente vulneración de derechos. Mal comprendida, la discrecionalidad se convierte en una termita silenciosa en los cimientos del Estado de derecho: actúa de forma casi imperceptible camuflada bajo una apariencia de legalidad, erosiona progresivamente la juridicidad sustantiva, debilita la confianza ciudadana y pone en jaque el equilibrio institucional desde dentro.

Frente a esta amenaza, la doctrina jurídica ha sido clara. Desde Eduardo García de Enterría hasta Jaime Rodríguez-Arana, Jorge E. Dromi y Javier Barnes, se ha sostenido de forma consistente que la discrecionalidad no equivale a libertad absoluta. Muy por el contrario, toda decisión adoptada bajo esta figura debe cumplir exigencias mínimas e ineludibles para ser legítima dentro del Estado de derecho. Específicamente, se impone que:

1.Esté debidamente motivada, con fundamentos claros, objetivos y racionales;

2.Responda de forma auténtica al interés general;

3.Respete en todo momento los derechos fundamentales de los administrados;

4.Y se someta al control judicial, especialmente ante la existencia de indicios de desviación de poder, irracionalidad o afectación de derechos.

La discrecionalidad, por tanto, no constituye un refugio de inmunidad frente a la ley, sino un espacio funcional y excepcional dentro del ordenamiento jurídico, que debe estar orientado por la razón, limitado por la legalidad y sometido al control de la justicia. En ese sentido, Eduardo García de Enterría, citando a Léon Duguit, advierte que la ley no solo confiere poder a los agentes públicos, sino que simultáneamente lo encuadra y lo limita, en abierta oposición al paradigma medieval en el que “el rey” encarnaba una fuente absoluta e incontestable de autoridad. El pensamiento administrativista contemporáneo desplaza aquella concepción mítica del poder, sustituyendo el “hecho bruto” del mando político por la noción técnica de competencia legal: es decir, un poder que solo es legítimo si se ejerce dentro del marco normativo y conforme a los fines definidos por la ley.

Siguiendo esta misma línea, García de Enterría recoge una idea clave de Hans Huber, quien alerta que el poder discrecional constituye el verdadero “caballo de Troya” del Derecho Administrativo: una figura que, si no se controla, puede facilitar la infiltración de arbitrariedad dentro del propio sistema jurídico. Sin embargo, aclara que la existencia de potestades discrecionales no significa ausencia de control, pues estas deben orientarse exclusivamente al cumplimiento de la finalidad pública y al interés general. Por ello, incluso en el ejercicio de competencias discrecionales, existen elementos reglados que impiden la renuncia al control jurisdiccional y obligan a la autoridad a justificar sus decisiones en términos de legalidad, racionalidad y finalidad legítima.

Desde esta perspectiva, incluso cuando el ordenamiento jurídico recurre a conceptos jurídicos indeterminados, el poder público no queda exento de límites. Lo que caracteriza a esta figura es precisamente la pluralidad de soluciones justas, cuya aplicación requiere una valoración razonada, objetiva y finalísticamente orientada. Por ejemplo, si una administración pública tiene la facultad de otorgar becas a empleados meritorios, podrá seleccionar a Laura, Miguel o Teresa. Todas podrían ser opciones válidas, siempre que la decisión se fundamente en parámetros verificables como el desempeño, la antigüedad o las necesidades académicas. A diferencia de los conceptos jurídicos determinados —como la mayoría de edad para acceder al servicio civil—, los conceptos indeterminados no trasladan al funcionario una libertad volitiva, sino una responsabilidad jurídica: la de aplicar, con base en el sentido de la ley, criterios de valor, experiencia y finalidad pública que hagan de su decisión una expresión jurídicamente justificable.

Por ello, cuestiones como la buena fe, la utilidad pública o la justeza del precio no admiten puntos intermedios: o existen o no existen. No caben zonas grises en lo que constituye la legitimidad sustancial de la actuación administrativa. Así, cuando un acto se aparta del fin legítimo para el cual fue conferida la potestad, pierde su fundamento jurídico y deviene en ilegítimo, incurriendo en un vicio que no solo puede, sino que debe ser objeto de control jurisdiccional.

Esta exigencia de legitimidad no es una abstracción teórica: encuentra expresión concreta y vinculante en el marco constitucional y legal vigente en la República Dominicana. En efecto, el ejercicio de potestades discrecionales está sujeto a límites establecidos por la Constitución, particularmente en su artículo 138, que dispone que toda actuación de la Administración pública debe regirse por los principios de legalidad, eficacia, transparencia, objetividad y coordinación. De igual manera, el artículo 69 consagra el derecho al debido proceso y a la tutela judicial efectiva, lo que implica que ni siquiera las facultades discrecionales pueden ser invocadas como justificación válida para actuar fuera del marco jurídico.

Este mandato constitucional se ve reforzado y desarrollado por la Ley núm. 107-13, sobre los derechos de las personas en sus relaciones con la Administración y de procedimiento administrativo, la cual consagra un conjunto de principios rectores que orientan y condicionan la legalidad, la legitimidad y la racionalidad de la actuación administrativa. Se destacan, entre otros:

I.Juridicidad (art. 3.1): Toda actuación administrativa debe estar plenamente sometida al ordenamiento jurídico del Estado. II. Proporcionalidad (art. 3.9): Las decisiones que impliquen restricciones de derechos deben ser idóneas, necesarias y estrictamente proporcionales al fin perseguido. III. Ejercicio normativo del poder (art. 3.10): Las autoridades deben ejercer sus competencias dentro del marco legal y conforme a los fines previstos, evitando cualquier forma de abuso o desviación de poder. IV. Imparcialidad e independencia (art. 3.11): El personal público debe abstenerse de toda actuación arbitraria o que implique trato preferente, guiándose siempre por el interés general. V. Debido proceso (art. 22): Las autoridades están obligadas a respetar la Constitución y las leyes, y a garantizar procedimientos justos, transparentes y con garantías.

A la luz de todo lo anterior, resulta evidente que el Derecho Administrativo contemporáneo ha dejado atrás una concepción meramente legalista, para abrazar un modelo en el que los principios constitucionales y la finalidad pública se convierten en los verdaderos criterios de legitimidad. Esta transformación desmonta la cultura del poder opaco y vertical, y la sustituye por un paradigma de administración responsable, motivada y controlable.

En consecuencia, cuanto mayor sea el margen de discrecionalidad, mayor debe ser la carga argumentativa, justificativa y de transparencia por parte de la Administración. La potestad discrecional no amplía el poder sin límites: por el contrario, intensifica el deber de motivar y de demostrar que cada decisión responde al interés general, al marco legal y a los principios que lo informan.

Y esto no es una declaración teórica. En la práctica, la Administración no puede escudarse en la discrecionalidad para omitir la motivación de sus actuaciones, mucho menos cuando estos afectan derechos fundamentales. Como advirtió Eduardo García de Enterría en La lucha contra las inmunidades del poder, el poder público no es soberano en sentido absoluto: ni siquiera cuando actúa dentro del margen legal de la discrecionalidad puede sustraerse al deber de justificar sus decisiones y responder por sus efectos. Cuando ese deber se elude, el poder deja de ser legítimo y se convierte en abuso. Y frente al abuso, el Derecho no puede ser neutral: debe oponerse, denunciar y corregir.

“El debido proceso es el antídoto contra la arbitrariedad. Sin él, cualquiera puede imponer su verdad, incluso cuando la verdad es una mentira”. (Frase inspirada en los hechos y lecciones derivados de la Operación Lava Jato).

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