Por: Francisco Alvarez Martínez
El catalizador del presente trabajo fue, en sí, una nutrida discusión entre colegas. Hablando de experiencias pasadas, dimos al traste con una figura que – normalmente y sin mala intención – permanece en las sombras del engranaje judicial. De allí todo mutó, consecuencia de preguntas abiertas y sin respuesta tangible, en lo que hoy presentamos ante la comunidad jurídica. Por ello, la mejor manera de hacerlo es con una bola de nieve que permita instruir nuestra premisa, ya que la misma, por sí sola, parecería simplista. Iniciemos, entonces, con conceptos generales para poder aterrizar a los más específicos, y luego conjugar todo con la preocupación avanzada en el título, ¿qué representa la figura del abogado ayudante en el sistema judicial dominicano? ¿cómo se ha manejado su función ante posibles choques con el derecho a un juicio imparcial? ¿se le ha dado el reconocimiento justo a la labor de este auxiliar de la justicia? Iniciemos este trabajo, en cascada, primero identificando las conquistas que nos facilitaron la división de poderes y el principio de imparcialidad, para luego descender a cómo esto fue afectando la labor jurisdiccional, para finalmente aterrizar al tema concreto.

Estado y Jurisdicción, por mucho tiempo, fueron confundidos dentro de un mismo origen y naturaleza. Es lógico, pues en sus inicios, lo que existía era una burocracia jerarquizada, consecuencia mayormente por la injerencia de la Iglesia Católica, donde el poder del Papa y las catedrales góticas ejercían un gobierno central y unitario, y los jueces aplicaban las normas que eran extraídas de los decretos conciliares y pronunciamientos papales. El ámbito de creatividad del juez no podía pasar de la búsqueda del orden de legalismo lógico. Era, en palabras llanas, buscar la solución en un sistema cerrado y autosuficiente. Esta realidad, extraña para todo progresista, fue lo que creó un Estado absoluto, el cual contaba con todos los brazos, poderes y ejecutores bajo una misma sombrilla, y fue lo que inició – eventualmente – la revolución que promovió Montesquieu, con su reconocida propuesta de división de poderes. 

Esto generó la actual concepción difusa del poder judicial, la cual pretende alejar al juzgador de la causa, de las promulgaciones de leyes y de los mismos intereses estatales o personales, y puedan dedicarse sencillamente a juzgar, en cada caso, sin problemas ni barreras preexistentes. En palabras de Perfecto Andrés Ibañez, se creó una revalorización de la independencia del juez como principio constitucional, debilitando mecanismos jerárquicos de cohesión interna. 

Estos cambios, impulsados por el fin de la Segunda Guerra Mundial, impregnaron todo el mundo con modelos de independencia, lo que fue traspasándose a los principales acuerdos y tratados internacionales. 

Así, concretizándose en la Declaración de los Derechos Humanos Universales , en su artículo 10, encontramos criterios positivos que consagran la necesidad de una justicia independiente e imparcial, lo cual fue repetido dos décadas después en el Pacto de San José , el cual reconoce en su artículo 8, primer párrafo, que toda persona tiene derecho a ser oída, con garantías y dentro de un plazo razonable, por un juez o tribunal competente, independiente e imparcial.  

Esto trae dos conceptos sólidos muy importantes para el cuerpo judicial, los principios de imparcialidad, por un lado, y de independencia, por el otro. 

El principio de imparcialidad  es, en sí, una condición esencial que debe revestir a los juzgadores que tienen a su cargo el ejercicio de la función jurisdiccional, la cual consiste en el deber de neutralidad absoluta a intereses de las partes en controversia.  Esta imparcialidad supone dos renglones, el objetivo y el subjetivo. Objetivo porque se necesita un juzgador que tenga las herramientas positivas previamente, para poder ejercer su labor jurisdiccional, y subjetivo porque se necesita un ecosistema neutral sobre las condiciones personales de cada juzgador. La imparcialidad exige que el juez que interviene en una contienda particular se aproxime a los hechos de la causa careciendo, de manera subjetiva, de todo prejuicio y, asimismo, ofreciendo garantías suficientes de índole objetiva que permitan desterrar toda duda que el justiciable o la comunidad puedan albergar respecto de la ausencia de imparcialidad .

Por su parte, el principio de independencia judicial es una conquista del poder judicial difuso, donde constituye un rango distintivo de la regulación constitucional y legal que rige, entre otros aspectos, todo lo que rodea el nombramiento de cada cargo vinculado a la función jurisdiccional, aplicando baremos de regulación no vinculados al Estado en sí, sino a los méritos personales de cada uno.  Todo esto es una reafirmación de lo que ha sido la universal, indivisible y progresiva evolución del derecho a lo largo de los último 100 años de historia moderna, por lo que podríamos decir que, sin lugar a dudas, todo esto constituye un suplemento a los requerimientos sociales de la generalidad. 

Debemos entender las grandes conquistas del derecho moderno, para poder valorarlas. Hablemos, entonces, de los mecanismos que surgieron para asegurar que se respete el principio de imparcialidad, es decir, la recusación  y la inhibición . 

Para el profesor Pérez Méndez, la recusación es la facultad que la ley concede a las partes, a fin de solicitar que un juez, cuya imparcialidad es sospechosa, no conozca del proceso del cual ha sido apoderado , solo afectando la persona física,  y no tribunales. Además, es facultativa, por lo que solo puede solicitarla la parte afectada, por un lado, y por otro, puede renunciar a este derecho (activa o pasivamente). Tanto así, que la parte – salvo excepciones – con dicho derecho, no puede pretender anular una Sentencia en primer grado, ya en Corte, basándose solamente en una situación de recusación no ejecutada, de modo que la sentencia dictada con el concurso de un juez recusable no es nula si la parte no propone la recusación oportunamente. 

En Chile, donde existe una figura homóloga a la recusación, tienen dos variedades. La implicancia, que si se quiere es una recusación de orden público, y la recusación, que es prácticamente idéntica a la nuestra, meramente privada. De allí que la implicancia no puede ser ignorada o purgada por inacción, contrario a la recusación que, por decisión o ignorancia puede ser evitada. Esta diferenciación es un tema amplio, digno de discusión, pues entendemos que deberíamos tener una variable de orden público en nuestro sistema, pero por no ser el objeto del presente escrito, dejaremos para otra ocasión.

Según la normativa vigente, siguiendo con la recusación, queda fuera de su ámbito de ejecución una serie de funcionarios  que tienen, por su labor, una importancia capital jurisdiccional, como por ejemplo el Registrador de Títulos.  También se abre una interesante discusión, a los fines del presente tema, cuando hablamos de la recusación ante los Jueces de Paz, ya que pueden ser recusadas todas las personas llamadas a juzgar, incluso abogados “comunes y corrientes” llamados a suplir en juzgado de paz, según las normas aplicables. 

El profesor Alexis Read, en su obra “Las demandas incidentales y los incidentes en el procedimiento civil”  nos indica que los jueces pueden ser recusados cuando tengan algún parentesco (formal o informal)  con alguna de las partes, tengan intereses ligados a un proceso semejante o ligado al que se ha sometido a su juicio, sea acreedor o deudor de alguna de las partes y tenga, como sea, un proceso judicial que le vincule a alguna de las partes. Asimismo, puede ser recusado el juez que haya compartido abiertamente con alguna de las partes, o que tenga una enemistad capital con alguna de éstas . Esto, como ya ha sido discutido, solo debería operar en la relación juez y parte, y no necesariamente con los abogados, quienes no son parte de la ecuación normativa, pero es común en la práctica que aún por situaciones juez-abogado se produzcan inhibiciones o recusaciones, con relativo éxito. 

Ajeno a la relación entre partes, tenemos una causal de recusación que es, en sí, también un tema digno de ser estudiado y discutido de manera amplia, y es cuando el juez ha dado consulta sobre el tema discutido por ante él. Cuando el legislador prescribe esta causal, no hablaba de una simple opinión desinteresada , sino que se requiere que haya sido un consejo impregnado de algún tipo de interés, sobre el tema específico que se trata. Esto, como es lógico, no abarca la producción doctrinal  de un magistrado, ya que ello no conlleva un ataque a su imparcialidad.

Este control directo fue creado para contrarrestar cualquier falencia en la imparcialidad, aparentemente solo aplica a jueces, y en casos especiales (como en juzgados de paz), a los que son llamados a juzgar de manera accidental, pero nos preguntamos, ¿debería ser esto extensible a los auxiliares adscritos a un Tribunal? 

Aunque la lectura comprensiva de la Ley 821 que crea el marco de organización judicial arroja una lista de quienes son considerados auxiliares de la justicia, en sentido formal, no podemos tomar como limitativa este marco, pues por su naturaleza y labor sería crear un gran vacío no permitir que dicha lista incremente. Así, la mencionada ley indica que auxiliares de la justicia son los secretarios, alguaciles, comisarios, oficiales de policía, venduteros públicos y oficiales de estado civil, sumándose a esta lista, según la Suprema Corte de Justicia en su página web, los notarios y los intérpretes judiciales. 

La mejor manera de aseverar que dicha lista no es limitativa, es que la misma jurisprudencia constantemente ha dado calidad de auxiliares de la justicia incluso a los administradores judiciales designados a los fines de, valga la redundancia, administrar los fondos o negocios vinculados a un litigio, lo que – con cierta seguridad –  nos permite ver que típicamente la labor y su naturaleza podrán otorgar calidad de auxiliar de la justicia a individuos que no necesariamente funjan como tal de manera constante.

Todo el preámbulo creado converge en éste único punto, en el que entendemos es uno de los auxiliares de la justicia, incluso funcionario público, que más afecta directamente la labor jurisdiccional concreta, el abogado ayudante.

El primer documento formal donde se reconoce la existencia de dicha figura, aunque no en la naturaleza exacta que se trata en este trabajo, la encontramos en el Reglamento 9818, promulgado por el entonces Presidente de la República Dominicana, Héctor Bienvenido Trujillo Molina, en el año 1954, donde se creaba el marco de legalidad bajo el cual debería ser respetado al momento de ejecutar los nombramientos del recientemente cargo creado de abogado ayudante para el Procurador General de la República, el cual había sido creado por “haberlo exigido así las necesidades del servicio Judicial, que han evidenciado la conveniencia y utilidad de mantener, sobre el funcionamiento de las oficinas judiciales, una vigilancia más estricta que permita garantizar mayor eficacia y rapidez en la administración de justicia”. 

En el borrador del Manual de Organización del Poder Judicial, creado por el Consejo del Poder Judicial, en su Dirección de Planificación y Proyectos, en Julio del año 2013, se plantea una unidad de abogados ayudantes a adscritos a la Presidencia de la Suprema Corte de Justicia, y con la delimitación de sus labores abundamos más a las consideraciones que promovieron el reglamento antes mencionado. Para el Consejo del Poder Judicial, un abogado ayudante debería asistir al presidente en los diferentes servicios administrativos y jurisdiccionales, realizar consultas, investigaciones y análisis de carácter jurídico, analizar y estudiar expedientes y elaborar informes correspondientes, además de cualquier otra responsabilidad que le sea asignada.

Por su parte, el Reglamento del Tribunal de Tierras, en su artículo 36, contempla la figura del abogado ayudante, ya de manera positiva, indicando cuales son sus funciones, destacando que deben analizar jurídicamente los casos que le sean asignados, realizar consultas e investigaciones de carácter jurídico y cualquier otra labor encomendada. 

La figura del abogado ayudante es probablemente una de las más influyentes en la labor jurisdiccional, pues no solo son los encargados de estudiar profundamente los casos asignados, sino que los mismos deben rendir informes, basados en investigaciones, que posteriormente deberán ser refrendados por los magistrados titulares o supervisores. Su labor jurisdiccional es tan importante que representa puntos a favor en todas las evaluaciones para acceder a la carrera judicial, lo que denota una admisión formal de que dicha experiencia es, en sí, la mejor forma de justificar la practica judicial. De esa manera lo dicta el articulo 33 de la Ley 821, en su párrafo primero, el cual crea una interesante situación, cuando permite que se componga un tribunal con un abogado “común y corriente”, el cual estaría obligado a conocer y eventualmente fallar el caso asignado, recibiendo por ello un pago justo, según lo prescrito por la norma. 

Esto evidencia la importancia de este tipo de auxiliares de la justicia en las decisiones jurisdiccionales, y luego de haber visto, ademas, el celo que el legislador ha tenido siempre con la necesidad de imparcialidad, mancomunadamente estudiado con la obligación de conocimiento de las partes de este tipo de variables , vale la pena preguntarnos, ¿es viable extender los efectos de la recusación, o la inhibición, hasta los abogados ayudantes? 

En Chile, país que ha tratado ese tema con mucha energía desde hace ya varias décadas, se han creado mecanismos legislativos que afectan no solo a los jueces, sino también a los “abogados integrantes”, que son abogados designados en la Corte de Apelación o Suprema Corte de Justicia, cuando por ausencia o imposibilidad de conocer un caso, sus ministros (jueces) quedara sin el numero de jueces necesarios para constituirse adecuadamente, supliendo de manera similar a la contemplada en el articulo 33 de nuestra Ley 821, pero el legislador chileno fue un poco mas allá, lo que quiere decir que es lógico que cualquier persona que tenga una incidencia directa en la labor jurisdiccional debe, por su objeto, poder ser sustraído de un proceso en el cual tenga participación. 

Sumando todo lo que ha sido expuesto, podemos entonces concluir que existe una progresiva labor legislativa, jurisprudencial y doctrinaria que busca proteger principios básicos como el derecho a una justicia imparcial, el derecho de defensa, tutela judicial efectiva y debido proceso, poniendo en manos de las partes la posibilidad de denunciar transgresiones (actuales o eventuales) a cualquiera de estos derechos, siempre que sean oponibles a las personas involucradas en el proceso de articulación y finalización de los procesos judiciales. 

De igual manera, se ha podido confirmar que el legislador ha pretendido que, aún en los casos donde quienes se llaman a juzgar – excepcionalmente – sean individuos que no necesariamente pertenecen al poder judicial, estos también puedan ser separados del proceso en base a estas vinculaciones, dejando a la mera decisión de las partes, por ser meramente privado, si ejecutan o no sus prerrogativas. 

Siguiendo por la misma línea, al entrar a la figura del abogado ayudante, tanto en el derecho positivo como en la práctica, son auxiliares de la justicia, funcionarios públicos si se quiere, que tienen una incidencia capital en la labor jurisdiccional, por lo que es justo, coherente y necesario, que los mismos sean debidamente identificados desde que sean apoderados de un expediente, hasta que el mismo culmine con un fallo en el cual, de manera directa o indirecta, tuvieron participación.

Y es que se agrava esta situación cuando evaluamos que es común encontrar abogados ayudantes que han, por sus méritos y esfuerzo, escalado posiciones hasta ser Magistrados, y que pudieron, en algún momento de su carrera, haber tenido contacto con un expediente que pueda ser conocido por su Tribunal, abriéndose de nuevo la posibilidad de violación de derechos fundamentales como ya hemos visto. Incluso, para agravar la situación, no sería imposible que un abogado ayudante tenga alguna vinculación con un letrado, su cliente o algún pariente de estos, todo siendo relevante para una parte que someta sus prerrogativas de derecho ante un juzgado. 

En España este es un tema ampliamente tratado, ya que el legislador ha pretendido darle un trato general, no adjudicándole la labor judicial solamente al juez, sino al sistema completo que le da soporte. Así, encontramos términos como “imparcialidad judicial”, que engloban a los secretarios judiciales y al cuerpo auxiliar y de gestión. En la Ley 1/2000  de enjuiciamiento civil, publicada el 7 de enero de ese año, el legislador español consolida en su artículo 100 el precepto principal de nuestra premisa , cuando en su segundo párrafo indica que el deber de inhibirse también aplica a los letrados de la administración de justicia, funcionarios de cuerpo de gestión procesal y administrativa, cuerpo de tramitación procesal y al cuerpo del auxilio judicial, abarcando incluso a los peritos que concurran en causas específicas. 

Es esta realidad la que obliga a que el legislador, promovido quizás preventivamente por la labor administrativa de la cabeza del Poder Judicial, se avoque a evaluar la viabilidad de crear mecanismos de publicidad que mantengan informadas a las partes de quienes son los que redactan estudios, informes y proyectos de sentencias, para que puedan ejercer cualquier derecho, según sea el caso, para blindar todavía más la labor de nuestros Tribunales.

La solución debe ser parecida a la legislación de la República Argentina, que con su Ley Orgánica del Poder Judicial, promulgada el 1 de julio del año 1985, revisada en diciembre 2015, artículo 446, expresamente indica que “los letrados de la Administracion de Justicia deberán abstenerse en los casos establecidos para los Jueces y Magistrados y, si no lo hicieran, podrán ser recusados”, dándole el alcance necesario a dichas disposiciones para, de manera contundente, salvaguardar los principios básicos y prerrogativas de las partes. Es necesario que, desde el inicio de la instrucción, hasta el fallo, se identifique de manera adecuada quienes apoyan y colaboran al mismo.

Entendemos que la presente opinión debe generar discusión, y un eventual consenso que deberá, cuando menos, pretender que se formalice la figura de dicho auxiliar de la justicia, ya que el mismo se encuentra disperso en legislaciones, circulares y resoluciones, y por otro lado, darle la publicidad necesaria a su labor, lo que también servirá para que el Consejo del Poder Judicial pueda ir monitoreando la calidad, esfuerzo y experiencia de cada uno de ellos, lo que fortalecerá la justicia Dominicana y creará un sistema moderno, de mano con el actual impulso de nuestra Suprema Corte de Justicia. Al final, todos ganamos con una justicia más transparente y sólida. 

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