El servidor público: ¿sirve o no sirve?
Por Demí Félix Domínguez
Lo primero es recordar lo esencial: el servicio público no es un favor político, ni una dádiva partidaria, sino una función regulada por la ley y orientada al interés general. Constituye uno de los pilares fundamentales del Estado social y democrático de derecho. Sin servidores públicos responsables, dotados de pensamiento crítico y sentido cívico, se vuelve inviable una gestión eficiente de los servicios públicos, así como el ejercicio efectivo de las funciones reguladoras y fiscalizadoras que demanda la actual configuración del Estado dominicano.
La figura del servidor público trasciende, con creces, la mera ocupación de un cargo
dentro del aparato estatal: encarna el rostro visible del Estado frente a la ciudadanía. Su actuación conlleva no solo responsabilidades técnicas e institucionales, sino también un compromiso ético ineludible con el interés general. El servidor público es garante de derechos, custodio de la legalidad y canal legítimo de la voluntad colectiva. Este artículo, más que una exposición jurídica, es una llamada a la conciencia; una interpelación desde la razón y la ética a quienes, amparados en la investidura de un puesto, parecen haber olvidado la trascendencia de su rol.
Desde la perspectiva normativa, el punto de partida está claramente definido. El artículo 3 de la Ley núm. 41-08 de Función Pública establece que es servidor público toda persona que ocupa un cargo permanente en la administración, designada por autoridad competente. Por su parte, la Constitución dominicana, en su artículo 142, dispone que el estatuto del servidor debe cimentarse en el mérito y la profesionalización, pilares indispensables para garantizar una administración eficiente, transparente y orientada al bien común.
Pero la función pública no puede reducirse a la obtención de una plaza. No es un botín que se recicla con cada ciclo político, ni una herencia que se transmite entre correligionarios. Es, en su esencia, la expresión viva de los fines del Estado. El servidor público no actúa por iniciativa propia ni en representación de intereses particulares: su deber está anclado en el principio de juridicidad y orientado al interés general. Protege derechos, respeta la dignidad humana y da contenido real
al pacto social que sostiene la institucionalidad democrática.
Esa investidura no otorga privilegios: impone deberes. Deberes reforzados de integridad, sobriedad y responsabilidad. El servidor público es, en esencia, un administrador de lo común, un empleado del pueblo, sostenido por los tributos de quienes acuden a las instituciones no a rogar favores, sino a ejercer derechos. Servir no es un gesto de cortesía: es una obligación jurídica y moral.
De poco sirve modernizar jurídica y tecnológicamente la administración si el
recurso humano permanece atrapado en el desconocimiento, la prepotencia y la desidia. En demasiados contextos, la cultura burocrática ha pervertido el sentido original del servicio público. El poder mal digerido convierte oficinas en reinos, escritorios en tronos y recepciones en fortalezas. El ciudadano es tratado como intruso; las respuestas se tornan evasivas, y la arrogancia reemplaza al deber. Esa soberbia institucional —alimentada por la impunidad, la ignorancia y la rutina— delata una función pública que ha perdido de vista su fuente de legitimidad: el pueblo.
El psicólogo Daniel Kahneman, en la introducción de su libro Pensar rápido, pensar despacio, evoca con ironía el proverbial “dispensador de agua de oficina”, ese espacio donde se comparten opiniones y se intercambian chismes. Pero lo que en tono ligero sugiere es, en el fondo, profundamente serio: la automatización de conductas y la ausencia de pensamiento crítico convierten a muchas instituciones en cajas vacías.
Estructuras que simulan funcionar, pero carecen de propósito. En la administración
pública, esta disociación entre forma y fondo se traduce en ineficiencia, corrupción y una ciudadanía frustrada. Donde debía haber vocación, queda apenas el trámite; donde debía haber servicio, solo queda apariencia. Por eso, además de la imprescindible formación técnica, es urgente educar en el uso consciente del lenguaje, en la escucha activa y en una cortesía funcional que no humille, sino que dignifique. Estos no son adornos del servicio público: son parte de su legitimidad. Sin ellos, de nada sirve la corbata… o lo que imponga el tan martillado código de vestimenta.
La función pública está llamada a ser ejemplar. No por ostentación, sino por coherencia con los valores republicanos. Desde el rango más alto hasta el más modesto, el servidor público representa al Estado en su forma más tangible. Permitir la degradación ética del servicio público no es una simple falta: es una renuncia al
Estado de derecho. Es abrirle paso a la kakistocracia: el gobierno de los peores, de
los incapaces, de los que no entienden que el poder es deber. Por eso, a cada servidor público hay que recordarle —sin eufemismos— que su función no es otra sino servir. Y servir bien.
