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Ruido, caos y vacío normativo: La urgencia de una regulación sensata sobre medios digitales en la República Dominicana

Por Cristian Alberto Martínez Carrasco

En tiempos de engaño universal, decir la verdad se convierte en un acto revolucionario”.— George Orwell

Todo sistema jurídico que aspire a sostener una democracia estable requiere un equilibrio armónico entre la libertad y la responsabilidad. En la República Dominicana, ese equilibrio ha sido alterado por la irrupción vertiginosa de las plataformas digitales, las redes sociales y los nuevos espacios de opinión pública informal. Mientras el orden normativo vigente permanece anclado en el siglo XX, la realidad comunicacional se ha desplazado sin freno hacia un escenario radicalmente distinto, marcado por la inmediatez, la desinformación y la impunidad.

La Ley núm. 6132 sobre Expresión y Difusión del Pensamiento, dictada en 1962, fue diseñada para un entorno de periódicos impresos, radios y canales de televisión con responsables editoriales claramente identificables. En contraste, el mundo digital actual ha fragmentado el acto comunicativo, desdibujando las fronteras entre emisor, medio y receptor. La consecuencia ha sido una transformación profunda en la naturaleza del daño que puede ocasionar una información, pero también en la forma en que se la percibe, reproduce y sanciona.

En este nuevo entorno, han surgido voces que claman por una regulación. Otras, en cambio, reaccionan con alarma ante cualquier intento de control, invocando la libertad de expresión como un valor absoluto. Entre ambas posiciones, emerge el riesgo de una parálisis institucional que prolonga el vacío normativo. Este ensayo se propone, por tanto, analizar los factores que exigen una reforma sensata, proporcional y legítima, capaz de responder al desafío sin caer en los errores históricos de la censura ni en la demagogia del laissez-faire digital.

I.LA OBSELESCENCIA DE LA NORMATIVA ACTUAL. Partamos de lo evidente: una ley que nació en una época sin internet, sin redes sociales, sin virales ni algoritmos, no puede ofrecer respuestas eficientes a los dilemas que plantea la comunicación contemporánea. La Ley núm. 6132 fue una herramienta útil en su contexto, pero hoy es incapaz de enfrentar las dinámicas de un ecosistema donde cualquier ciudadano —con o sin formación, con o sin escrúpulos— puede afectar masivamente la honra, la reputación, la intimidad y la estabilidad emocional de otros con apenas una publicación.

La evolución tecnológica ha multiplicado de forma exponencial la capacidad de daño, sin que se haya desarrollado un correlato institucional de protección y control. La posibilidad de difundir contenido falso, manipulador o extorsivo, de manera instantánea, anónima o viral, ha hecho de la injuria y la difamación digital fenómenos de una magnitud sin precedentes. No se trata solo de cantidad, sino de velocidad, irreversibilidad y escala del impacto.

La normativa actual tampoco prevé mecanismos modernos como los daños punitivos, diseñados precisamente para disuadir comportamientos socialmente destructivos, ni contempla con claridad cómo debe abordarse la responsabilidad compartida entre usuarios, plataformas, intermediarios o motores de búsqueda.

En resumen, las principales deficiencias de la Ley núm. 6132 son:

  • Ámbito material limitado: su lenguaje y estructura normativa refieren expresamente a periódicos, revistas, cine y radio. No incluye medios de comunicación sin editor ni plataformas descentralizadas.
  • Silencio total sobre algoritmos, viralidad o anonimato: no contempla responsabilidad por amplificación algorítmica ni anonimato técnico.
  • Ausencia de responsabilidad civil digital: no existe una arquitectura de reparación civil ni medidas restaurativas o cautelares aplicables.
  • Enfoque penal arcaico: la tipificación de la injuria y la difamación digital no se adapta al entorno donde las pruebas son intangibles, el contenido es mutable, y la autoría difusa.
  • Falta de mecanismos de retractación o conciliación digital: el marco procesal obliga a agotar la vía penal o civil clásica, sin prever soluciones intermedias ni accesibles. La incorporación de herramientas tecnológicas —como IA para moderación predictiva, herramientas de reputación digital o propagación automática de rectificaciones— debe evaluarse como apoyo institucional.

Este desajuste normativo constituye el primer fundamento racional para abrir un proceso legislativo serio, deliberado y técnicamente solvente. El marco actual trata de gobernar una selva digital con herramientas de imprenta. No se trata de una inquietud moral o política: es, en esencia, un problema de arquitectura jurídica.

II. EL PROYECTO DE LEY RECIENTE: INTENCIÓN CORRECTA, FORMULACIÓN DEFICIENTE. En medio de este desajuste normativo, el Poder Ejecutivo ha presentado un proyecto de ley que busca regular los medios digitales y actualizar el marco legal de la libertad de expresión. El gesto en sí es comprensible: urge una respuesta institucional ante la anarquía comunicacional reinante. No obstante, como en todo proceso legislativo, lo esencial no es únicamente el motivo, sino la forma. Y en este punto, la propuesta legislativa falla.

El proyecto introduce avances necesarios, como el reconocimiento de las plataformas digitales, la creación del Instituto Nacional de Comunicación (INACOM), y la obligación de contar con representación legal local para grandes plataformas. También reafirma la libertad de expresión y prohíbe la censura previa (arts. 3 y 4).

Pero tropieza con varios errores graves:

  • Propone registros de medios digitales y usuarios que pueden interpretarse como mecanismos de control político (Art. 6 y ss.).
  • Contempla sanciones administrativas sin garantías de debido proceso, como suspensiones de medios hasta por 90 días (Art. 11).
  • Utiliza términos vagos como “presiones indebidas” o “difusión irresponsable”, lo que abre espacio para la interpretación arbitraria.

Aunque inspirado parcialmente en modelos europeos como la DSA (Digital Services Act), el proyecto carece de claridad estructural, proporcionalidad sancionatoria y legitimación participativa. La reacción pública no se hizo esperar: muchos lo han interpretado como un intento de censura encubierta. El resultado: una oportunidad desperdiciada que, en lugar de ordenar el caos, lo politizó.

Pero el problema es más grave: al ofrecer una propuesta mal diseñada, el Estado ha debilitado su propia causa. Lo que era una oportunidad para reformar con inteligencia, se convirtió en blanco de escepticismo y desconfianza. La necesidad de regulación quedó así deslegitimada por la pobreza técnica de la propuesta. Y cuando la regulación se convierte en motivo de sospecha, triunfa la informalidad.

III. ENTRE LA LIBERTAD Y LA IMPUNIDAD: EL ESCUDO DE LA DISTORSIÓN. Mientras tanto, el escenario digital sigue su curso, gobernado por la lógica de la viralidad y del caos. La difamación, el escarnio público, la extorsión velada y el chantaje emocional se han convertido en prácticas rutinarias, disfrazadas de opinión, crítica social o denuncia. Pero lo más grave no es el acto mismo, sino el discurso que lo sostiene.

La libertad de expresión, ese baluarte conquistado con sangre y décadas de lucha en nuestras democracias, ha sido convertida en coartada. Se la invoca no como un derecho vinculado al respeto, a la información veraz o a la formación de opinión, sino como un permiso irrestricto para la injuria, la vulgaridad y la destrucción de reputaciones. El derecho se ha despojado de su límite racional: la responsabilidad.

A diferencia de los medios tradicionales, que estaban sujetos a códigos de ética, supervisión editorial y responsabilidad jurídica clara, las plataformas digitales han abierto paso a un mundo donde nadie responde por nada. ¿Quién paga por el daño irreparable de una calumnia viral? ¿Quién asume la carga de la prueba? ¿Qué valor tiene hoy la verdad en medio del ruido?

La informalidad estructural —la falta de medios identificables, de canales de rectificación, de mecanismos legales eficaces— ha instalado un modelo de impunidad donde el más irresponsable tiene más poder que el más sensato. La libertad, así concebida, ha dejado de ser principio democrático para convertirse en herramienta de barbarie digital.

IV. LA BANALIZACIÓN DEL DAÑO: UN PAÍS SIN MECANISMOS DISUASIVOS. A este estado de cosas se suma un sistema judicial que, por su lentitud, complejidad y distancia cultural del ciudadano común, se revela incapaz de ofrecer justicia oportuna. Quien hoy es víctima de una calumnia digital no tiene más que resignarse a la erosión pública de su honra: el camino judicial es largo, caro, incierto y llega cuando ya no queda nada que reparar.

La República Dominicana no cuenta con herramientas modernas de reparación simbólica ni económica frente al daño moral masificado. La figura de los daños punitivos, concebida en otros sistemas como instrumento disuasivo para frenar conductas abusivas y antisociales, no forma parte de nuestro derecho positivo. No hay condenas ejemplares. No hay consecuencias. No hay freno. En este contexto, los daños punitivos deberían contemplarse como una multiplicación sancionadora del daño moral ordinario. Se propone permitir al juez aplicar entre 3 y 10 veces dicho monto cuando exista dolo, lucro o conducta reiterada.

Este vacío ha generado una peligrosa sensación de impunidad: decir cualquier cosa sobre cualquier persona no solo es posible, sino también rentable, popular y hasta celebrado. El que destruye, gana seguidores. El que insulta, gana likes. El que difama, se convierte en tendencia. Y el Estado, mientras tanto, no tiene ni voz ni herramientas. Además del vacío jurídico, es importante considerar el daño psicológico profundo que sufren muchas víctimas de violencia digital. Casos documentados en el país y la región revelan cuadros graves de ansiedad, aislamiento y depresión. El sistema debe incluir atención psicológica dentro de su respuesta institucional.

V. EL FACTOR CULTURAL: CUANDO EL MORBO SE HACE MÉRITO. No puede entenderse la magnitud del problema sin considerar el terreno donde florece. La cultura del escándalo, el morbo, la vulgaridad y la agresión personal no ha sido impuesta; ha sido aceptada, celebrada y reproducida por franjas significativas de nuestra sociedad. No hablamos aquí únicamente de carencias normativas o institucionales, sino de una mutación cultural que premia el destemple, la crueldad y la bajeza como signos de autenticidad.

Esta tendencia se observa con particular fuerza en sectores históricamente desatendidos por el sistema educativo y los canales tradicionales de formación ciudadana. Para muchos, los nuevos emisores digitales no solo ofrecen entretenimiento, sino también un lenguaje cercano, una sensación de poder contra “los de arriba”, una validación emocional. La vulgaridad se convierte en símbolo de sinceridad, la crueldad en transparencia, y la desinformación en verdad alternativa.

A ello se suma el silencio —a veces culpable, a veces cobarde— de las élites intelectuales. La academia, los gremios profesionales, los líderes culturales han observado con pasividad este deterioro, muchas veces por miedo al linchamiento digital, otras por desdén o resignación. En su ausencia, han ganado espacio quienes no tienen otra bandera que su propia rabia ni otro método que el ruido.  En el contexto de campañas políticas, debe considerarse que estructuras partidarias difunden contenidos difamantes a través de cuentas anónimas. La ley debe prever responsabilidad institucional para partidos y límites éticos en la propaganda digital.

VI. EL RUIDO COMO MECANISMO DE PARÁLISIS. En este contexto saturado, el debate público ha dejado de ser un espacio de reflexión para convertirse en un campo de gritos. La posibilidad de un diálogo serio sobre los límites de la libertad de expresión ha sido secuestrada por el emocionalismo inmediato, la reacción sin análisis y la sospecha permanente.

Cualquier propuesta de regulación, por más moderada o sensata que sea, es etiquetada de inmediato como “mordaza”. La historia de nuestros regímenes autoritarios del pasado, la censura a la disidencia y la represión institucional —todas reales y dolorosas—, son utilizadas como escudo contra cualquier intento de legislar con lógica. Así, el rechazo al abuso del poder ha terminado por convertirse en permiso para el abuso del anonimato y la irresponsabilidad.

Esta lógica binaria —o libertad total o censura total— impide pensar. Impide legislar. Impide actuar. La consecuencia no es la libertad, sino el caos. Y el caos, como sabemos, siempre beneficia a los más agresivos, no a los más libres.

VII. UNA JUSTICIA INEFICAZ Y UNA IMPUNIDAD EN ASCENSO: EL ESTADO COMO HABILITADOR INVOLUNTARIO DE LA VIOLENCIA DIGITAL. La Constitución dominicana consagra en su artículo 44 el derecho al honor, la intimidad, la buena imagen y la dignidad de la persona. Pero entre la proclamación y la protección hay un abismo. Y ese abismo lo habita, históricamente, una justicia civil y penal lenta, formalista, tecnológicamente analfabeta y culturalmente lejana al ciudadano dañado.

Desde la promulgación de la Ley núm. 6132 hasta hoy, los tribunales dominicanos han mostrado enorme timidez —y a veces franca negligencia— en la construcción de jurisprudencia sólida sobre protección de la honra, la imagen pública y la reputación, especialmente cuando el agresor actúa desde el anonimato o la informalidad digital.

Los procesos penales: lentos, infrecuentes e ineficaces. Las querellas por difamación digital se diluyen en cuestiones de admisibilidad, conflictos de competencia, obstáculos probatorios y desistimientos. Las condenas firmes son escasas, y los precedentes doctrinales, casi inexistentes.

Las acciones civiles son inciertas y simbólicas. Con procedimientos largos, difícil acceso probatorio y sentencias de montos irrisorios, las demandas por daño moral digital carecen de efecto reparador. La víctima pierde tiempo, recursos y credibilidad.

No existen vías cautelares eficaces. No contamos vías claras para impedir la reproducción masiva del daño reputacional. No hay medidas judiciales rápidas ni órdenes de retiro que puedan ejecutarse con efectividad.

En este vacío institucional, prolifera el chantaje, el populismo digital y el acoso sistémico. El silencio judicial no es neutro: es permisivo, y como tal, termina legitimando la violencia simbólica como forma de poder.

En el sistema interamericano se considera que el deber de garantía exige que el Estado no solo se abstenga de violar derechos, sino que prevenga razonablemente su afectación cuando tiene conocimiento de un patrón de conducta socialmente dañino.

VIII. LA NUEVA GENERACIÓN Y EL RELATIVISMO NORMATIVO. Hay un elemento adicional —y acaso el más difícil de abordar— que agrava esta crisis: la transformación conductual y psicológica de la nueva generación ciudadana. Formada en un entorno hiperconectado, expuesta desde la infancia a la lógica de la validación inmediata y criada bajo un modelo afectivo que privilegia la gratificación sobre la estructura, esta generación muestra una resistencia casi visceral a toda forma de norma, límite o autoridad.

Se ha instalado en el imaginario colectivo una idea romántica según la cual toda regla es opresión, toda censura es dictadura, y todo acto de control es una forma de violencia institucional. Así, se relativiza el daño, se glorifica la irreverencia y se convierte en virtud el desprecio por el civismo. La anarquía emocional ha sido revestida de autenticidad.

Pero este discurso libertario es, en esencia, selectivo y cómodo. Solo se reconoce como víctima quien sufre en carne propia el flagelo: cuando la difamación, la manipulación o el acoso tocan a otro, se celebra o se ignora; cuando tocan al yo, se exige reparación. Esta visión egoísta y episódica impide formar una conciencia cívica profunda y transversal. Sin conciencia cívica, no hay ciudadanía. Y sin ciudadanía, no hay democracia que resista.

IX. NI CENSURA NI IMPUNIDAD — UNA REGLA DIGNA PARA UNA SOCIEDAD DIGNA. Sería un error histórico seguir abordando este problema bajo la dicotomía absurda de regular o censurar. No se trata de reprimir la libertad de expresión, sino de recuperar su sentido noble, su raíz ética, su vocación republicana. La libertad no puede ser instrumento de destrucción del otro, ni licencia para dinamitar la confianza social. Esto requiere distinguir entre opinión, crítica legítima, sátira o expresión política, y la imputación falsa de hechos. Una regulación técnica debe dejar a salvo las formas protegidas de expresión.

Lo que se requiere, con urgencia y altura, es una legislación moderna, bien estructurada, sometida al principio de legalidad, guiada por el respeto a los derechos fundamentales y capaz de distinguir entre expresión crítica, disenso legítimo y violencia simbólica. Una ley que no busque proteger al poder de la crítica, sino al ciudadano de la crueldad; que no silencie voces, sino que impida gritos deshumanizantes.

Esa ley debe ser construida con técnica, con diálogo, con participación y con audacia. No puede ser improvisada, ni impuesta, ni trivializada. Debe nacer del entendimiento lúcido de que una sociedad libre no es aquella donde cualquiera puede destruir sin consecuencia, sino aquella donde la dignidad humana es inviolable incluso en el discurso.

Si el derecho no responde a esta urgencia, el daño no será solo reputacional: será estructural. Porque un país que no protege la palabra de sus mejores ciudadanos, terminará gobernado por el eco de sus peores emisores.

X. ¿CENSURA O MADUREZ DEMOCRÁTICA? LECCIONES DE OTROS PAÍSES. Contrario a lo que muchos afirman, regular los medios digitales no es una anomalía autoritaria, sino una práctica común en democracias avanzadas que entienden que la libertad debe convivir con la responsabilidad.

  • Unión Europea (DSA): obliga a plataformas a retirar contenido ilegal, garantiza apelaciones, exige transparencia algorítmica y representantes legales locales.
  • Alemania (NetzDG): impone multas millonarias por no retirar contenido ilícito y obliga a reportes semestrales.
  • Francia: aunque parte de la Ley Avia fue declarada inconstitucional, se mantiene el principio de actuación rápida con intervención judicial.
  • España: ha incorporado el derecho al olvido y mecanismos de desindexación, sin prohibir ni censurar.
  • OEA y ONU: han reiterado que los Estados tienen la obligación positiva de prevenir, investigar y sancionar ataques en línea contra la reputación y la honra.

Estos modelos demuestran que es posible proteger la expresión sin permitir el abuso. La clave está en el diseño técnico, la transparencia y el control jurisdiccional.

XI. REGULAR NO ES CENSURAR: RESPUESTA A LAS PRINCIPALES CRÍTICAS. Toda propuesta de regulación es seguida por objeciones legítimas. Pero muchas se basan en supuestos erróneos que deben desmontarse:

  • “Toda regulación es censura”: No. La censura es previa y arbitraria. La regulación puede ser posterior, legal, judicial y proporcional.
  • “Las plataformas deben autorregularse”: La historia ha demostrado que no lo hacen. La lógica comercial prioriza visibilidad, no derechos.
  • “Nos quieren volver a Trujillo”: Falso. El trujillismo usó la censura estatal directa. Hoy el daño viene de particulares sin límites ni filtros.
  • “La gente tiene derecho a decir lo que quiera”: Con límites. El honor, la intimidad y la dignidad también son derechos fundamentales.
  • “Esto no es urgente”: Es urgencia social, jurídica y democrática. Cada día sin reglas es un día más de impunidad disfrazada de libertad. De no actuar, el país arriesga normalizar la extorsión digital, erosionar la fe en la justicia, y dejar el espacio público en manos de emisores destructivos.

XII. VEINTE MECANISMOS PARA UNA REGULACIÓN DIGNA, EFICAZ Y DEMOCRÁTICA DEL DISCURSO DIGITAL EN REPÚBLICA DOMINICANA. La respuesta normativa dominicana frente al caos informativo digital no debe ser ni punitivista ni meramente declarativa. Se necesita un cuerpo legal inteligente, gradual y funcional, que integre mecanismos de prevención, resolución y sanción insertados en el sistema jurídico, educativo y tecnológico del país. A continuación, se presentan 20 mecanismos concretos, agrupados por funcionalidad.

A. Mecanismos preventivos.

1.Verificación oficial opcional de cuentas públicas con responsabilidad reforzada. Para usuarios con gran alcance (más de 100,000 seguidores o ingresos por contenido). Su verificación activa un régimen especial de responsabilidad, especialmente en temas de difamación y manipulación. Este umbral se justifica por el impacto multiplicador de estos actores y la posibilidad real de daño colectivo. También se aplica a quienes reciban ingresos por contenido.

2.Certificación obligatoria de influencers y comunicadores digitales que reciban ingresos comerciales. Implica trazabilidad fiscal, jurídica y reputacional. Desincentiva la informalidad irresponsable.

3.Sistema nacional de alertas educativas digitales. Creación de un observatorio que identifique contenido nocivo, desinformación viral y tendencias riesgosas, sin censurar, pero contextualizando y educando.

B. Mecanismos restaurativos y de resolución alternativa.

4.Audiencia preliminar obligatoria de retractación y conciliación digital. Antes de juicio por difamación, debe agotarse una audiencia especial —virtual o presencial— donde se ofrezca rectificación, disculpas o retiro.

5.Modelo de “acuerdo simbólico de reparación reputacional”. El agresor puede optar por medidas restaurativas: Publicación de disculpa. Donación simbólica a fundaciones. Participación en foros sobre ética digital.

6.Derecho a réplica digital con equidad de alcance. Si la difamación alcanzó 200,000 visualizaciones, la rectificación debe tener acceso proporcional en la misma plataforma.

C. Mecanismos sancionatorios y disuasivos.

7.Sistema dual de sanciones: ordinarias y agravadas. Casos leves: reparación civil. Casos agravados (campañas sistemáticas, cuentas anónimas reincidentes): daño punitivo, multa, restricción temporal.

8.Registro judicial no público de agresores digitales reincidentes. Faculta a jueces a valorar agravantes en futuras acciones.

9.Suspensión temporal de cuentas por orden judicial en casos extremos. Con base en resolución sumaria, puede ordenarse suspensión preventiva en situaciones de acoso persistente, pornovenganza u hostigamiento político grave.

D. Mecanismos institucionales y estructurales.

10.Creación de una Defensoría Digital de Derechos Humanos. Órgano público autónomo con atribuciones para mediar, alertar, asistir y acompañar a víctimas de violencia simbólica o acoso digital.

11.Protocolo interinstitucional para violencia digital de género. Involucra al Ministerio Público, INDOTEL, Policía Cibernética, Defensoría Pública y Ministerio de la Mujer. Cada actor debe tener funciones claras: INACOM como rector técnico; Defensoría Digital como garante ético; Poder Judicial como ejecutor cautelar; INDOTEL como ente de supervisión tecnológica.

12.Cooperación obligatoria de plataformas con jurisdicción dominicana. Requiere canales oficiales en español, respuesta en 72 horas, y acatamiento a órdenes judiciales.

E. Mecanismos culturales y educativos.

13.Certificación nacional de “Ciudadanía Digital Responsable”. Currículo transversal desde básica hasta universidad que incluya: Derecho a la expresión y sus límites, Pruebas digitales, Ciberética y discurso saludable.

14.Campañas públicas de sensibilización. Mensajes claros como: “La dignidad no es negociable”, “Publicar es responsabilizarse”, “No todo lo viral es verdad”.

15.Observatorio interuniversitario de discurso digital. Seguimiento sistemático del impacto de la palabra en redes, con informes periódicos, análisis de tendencias y recomendaciones.

F. Mecanismos innovadores adicionales.

16.Jurisdicción especial de referimiento digital urgente. Procedimiento sumario que permite, en un plazo de 48–72 horas: Ordenar eliminación temporal de contenido. Prohibir difusión posterior. Requerir retractación inmediata.

Basado en el modelo francés del référé-liberté, articulado con los arts. 111 y siguientes del Código de Procedimiento Civil dominicano y el art. 48 de la Constitución.

17.Sanciones alternativas no pecuniarias con función educativa: Ensayos públicos. Charlas forzadas. Testimonios reflexivos.

18.Derecho a la desindexación (olvido digital parcial). Permite al afectado solicitar ante el juez la desvinculación de su nombre de contenido nocivo en motores de búsqueda. La ejecución del derecho a la desindexación debe establecer la obligación legal de los motores de búsqueda de acatar las decisiones judiciales bajo apercibimiento de sanciones coercitivas.

19.Base pública de jurisprudencia en materia digital. Repositorio gratuito de decisiones sobre libertad de expresión, reputación y discurso digital para fortalecer la predictibilidad y la formación. La regulación debe fundarse en principios rectores como proporcionalidad, legalidad, debido proceso, publicidad y enfoque restaurativo.

20.Comité consultivo previo a toda reforma legal sobre libertad de expresión. Obligatoriedad de someter ante una comisión técnica plural toda nueva propuesta legislativa que toque el discurso público, antes de su envío al Congreso. La regulación debe fundarse en principios rectores como proporcionalidad, legalidad, debido proceso, publicidad y enfoque restaurativo. Además, se propone una cláusula de revisión obligatoria a los tres años, mediante informe público, para ajustar la ley según el impacto real observado.

Estos 20 mecanismos no son ideas aisladas ni utopías académicas. Son herramientas operativas, estructurales y restaurativas que permiten construir un ecosistema digital donde el daño no sea el precio de la visibilidad, y donde la crítica no sea el disfraz del abuso. Regular, en este contexto, no es imponer silencio: es proteger la palabra como vehículo de ciudadanía.

 

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