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Apuntes sobre la inembargabilidad. Historia, naturaleza y justificación 

Por Francisco Álvarez Martínez

Para entender el concepto de inembargabilidad es necesario hacer una deconstrucción de la figura y así, como si fuese por osmosis, podemos comprender la naturaleza misma de tan excepcional atribución.

Para Luis Ríos Muñoz, profesor de la Universidad de Tarapacá, Cuando hablamos de inembargabilidad, pensamos inmediatamente en la antítesis del embargo, lo contrario a embargabilidad; en buenas cuentas, se considera a la inembargabilidad como una excepción al embargo ejecutivo, y, por ende, delimitan su campo de acción, que en verdades mucho más vasto. Esto se encuentra patente tanto en la doctrina extranjera como en la nacional, no encontrándose obras que traten a la inembargabilidad desde un prisma más amplio que el recién dado, o sea, como lo que realmente es, una institución procesal que rebasa los límites del juicio ejecutivo, con caracteres propios que permiten que sea descrita más adecuadamente como una limitación a la institución conocida comúnmente como “derecho general de prenda del acreedor”. 

Para definirla realmente, no podemos basarnos en un ejercicio de identificar los bienes inembargables y en consecuencia generar una acepción aproximada, pues esto podría contaminar la definición misma. Por ello, iniciamos con la fórmula chilena, donde se denominan “bienes no enajenables”, y de allí se deriva, entonces, la imposibilidad material de hacerlo voluntariamente, al igual que forzosamente.

Y así, deconstruyendo el término, podemos indicar que el prefijo in se traduce a no, y embargable, como es obvio, indicaría que son bienes no embargables.

El diccionario jurídico de Henry Capitant, al hablar de la inembargabilidad (o la insaisissabilité), nos explica que es una protección especial que se deriva de la ley para la cual algunos bienes de una persona, total o parcialmente, quedan fuera de las pretensiones de sus acreedores, prohibiendo que dichos bienes sean objeto de embargo, siempre con los límites y excepciones que determina la ley.

Para Carreras, en su obra “El embargo de bienes”, la inembargabilidad se traduce a un problema que afecta a la ejecución, en cuanto supone una prohibición al ejecutor para ejercitar su potestad sustitutiva de la conducta del ejecutado sobre los bienes que no gozan de la cualidad de embargabilidad.

Cachón, nos dice Muñoz, lo define en su obra “El Embargo” de una manera muy peculiar, al entender que las ideas de embargabilidad e inembargabilidad denotan la relación – positiva en el primer caso, negativa en el segundo – que mediaría entre una determinada cosa, por una parte, y la validez y la eficacia jurídicas del embargo, por la otra, en el supuesto de que aquella cosa se convirtiera en objeto de la traba. Circunscrito el problema a estos límites, estamos en condiciones de definirla embargabilidad como aquella nota que el ordenamiento jurídico asigna a los entes que poseen unas determinadas características, y que consiste en que tales entes influirán en sentido completamente positivo en la validez y en la eficacia jurídicas del embargo que, en su caso, se practique sobre ellos ”, y agrega luego que la inembargabilidad sería “la carencia de aquella nota jurídica, (que) dará lugar a que los entes a los cuales afecte producirán alguna consecuencia negativa en la validez o en la eficacia jurídicas de la traba que recaiga sobre los mismos”. Por lo que, para un final anticlimático, la palabra no requiere definiciones complejas y rebuscadas, ya que, como dice el mismo Cachón, aquella palabra recibe su significado propio.

Pero, como es importante – y útil – sobredimensionar para poder entender, nos vamos con la creación de Muñoz quien, luego de disgregar sobre la simpleza del término estudiado, concluye atrevidamente en que la inembargabilidad es una institución jurídico procesal que genera una situación jurídica extraordinaria o de excepción establecida única y exclusivamente por ley, mediante el cual en determinados casos, ciertos bienes pertenecientes a un deudor o parte de estos, son sustraídos de la esfera de bienes que pueden ser objeto de persecución y realización por sus acreedores, escapando así a la responsabilidad patrimonial universal que contrae el deudor al obligarse de cualquier manera.

Lo que sí queda claro, como veremos a continuación, es que la inembargabilidad solo nace de la ley, y en consecuencia, también de la posibilidad de aplicación e interpretación de la norma, y en consecuencia, debe tener las características de (a) ser una institución jurídica que (b) se traduce e impacta al plano procesal, para (c) crear una excepción a la norma, (d) siempre naciendo de la ley para (e) afectar bienes de manera especial y basados en su naturaleza, (f) otorgándoles una calidad excepcional.

Históricamente concebida en el Código de Hammurabi, donde se establecen – y esto tendrá capital importancia – medidas de justicia social que permitían aducir lo que posteriormente podría acercarse a la figura de la inembargabilidad. Así, al hablar del endeudamiento de agricultores, creaba formulas legislativas que parecían alejar del patrimonio de sus acreedores, los bienes de estos individuos en circunstancias muy particulares.

El primer sistema formal de expropiación por deuda fue creado en Egipto, bajo el reinado de Bakenrenef, quien eliminó el apresamiento y promovió la expropiación de los bienes de los morosos, y aunque paso a la modernidad que incluso hoy es regla, tuvo poca duración pues su sucesor retomó el castigo corporal como norma, pero mantuvo un cierto respeto y – nos parece – cierta inembargabilidad a los bienes de los sucesores en base a deudas de los deudores fallecidos o que han sido castigados con la muerte.

Y, que no puede ser sorpresa, existían normas de inembargabilidad en la iglesia, donde a lo largo de los libros de éxodo, levítico y Deuteronomio se aducen situaciones donde el mandato es la abstención de ejecución, a veces sutil, otras veces de forma más clara, pero evidentemente cumpliendo un rol político, social y religioso que impregnaría legislaciones posteriores.

Y así, antes de proceder al estudio “moderno” de la figura, debemos pasar por la antigua Roma, adelantándonos raídamente a la etapa de humanización del Derecho Romano, donde se disminuyen las compulsiones personales, específicamente en la época posterior a la Lex Poetellia Papiria. Debemos aclarar que el estudio de esta etapa del Derecho Romano merece un escrito dedicado solamente a su naturaleza, por lo que no encontraremos – ni podremos hacer justicia aquí – a los avances milenarios de la cultura Romana. Dicho esto, los vestigios de inembargabilidad clara y dura nacen consecuencia de la Constitución del Emperador Pío, de donde – basándose en el cristianismo – se van extirpando del proceso de embargo ciertos bienes muy personales del deudor, considerados “indispensables” para su subsistencia, operatividad o desarrollo personal y social, creándose así los marcos generales de la inembargabilidad moderna.

Volando en el tiempo, el Derecho Germánico traduciendo esta misma realidad Romana, se declaraban inembargables todos los efectos de uso personal, dedicados a la alimentación, subsistencia u oficios profesionales, y el Derecho Español haciéndose eco de los antecedentes legislativos de la península ibérica, a partir de la Siete Partidas dictadas bajo Alfonso X, trayendo al derecho moderno la inembargabilidad como norma, siempre basándose en las reglas básicas que hemos visto, como si fuese una asistencia jurídica social, pero creando la primera manifestación, como nos dice Muñoz, de la inembargabilidad de fondos públicos como una traducción lógica y abstracta de lo mismo. Proteger el bien particular en base al bien común de uso generalizado.

Así, nos narra Ballesteros, en voz de Muñoz, la Real Orden de 28 de febrero de 1844, por su parte, supuso la primera manifestación de la inembargabilidad de fondos públicos, a propósito del aumento de embargo de fondos municipales y provinciales durante la época. Le siguió la Real Orden de 14 de junio de 1845, que vino a decir que lo establecido por aquella se tuviese por disposición y regla general en todos los casos de la misma especie. Ambas tuvieron como fundamento el peligro que podía suponer para el mantenimiento de los servicios esenciales de la comunidad, la ejecución judicial de fondos públicos.

La inembargabilidad como excepción nace, por lo menos por lo que hemos podido verificar en nuestra breve investigación, consecuencia de la promulgación de la Ley Número 376 del 25 de octubre de 1932, suscrita por el entonces presidente, Rafael L. Trujillo.

En ella, consagrando como una modificación del artículo 580 del Código de Procedimiento Civil vigente en la época, se introduce la siguiente fórmula: “Los sueldos, pensiones, subvenciones y jubilaciones debido por el Estado o por los Municipios, así como los cheques expedidos por dichos conceptos, no podrán ser embargados.”

El legislador, además, acentuó la “seriedad” de esta conjunción jurídica cuando, en el párrafo de dicho artículo, planteó que “Los embargos de las clases a que se refiere este texto y que estén actualmente en curso, no surtirán efecto alguno, si no ha intervenido sentencia definitiva en validez, a la publicación de la presente ley.” Las garantías de la época tenían mucho por evolucionar.

Luego, como comenta el querido colega Raul Lockward en su publicación “Inembargabilidad de los bienes del Estado”, este concepto avanzó años luz con la Ley 1494 del año 1947, que en su artículo 45 establecía “En ningún caso, sin embargo, las entidades públicas podrán ser objeto de embargos, secuestros o compensaciones forzosas, ni el Tribunal podrá dictar medidas administrativas en ejecución de sus propias sentencias”.

El concepto se adapta a los particulares, dejando de lado la esencia estatal y pública y tomando un matiz más socialmente relevante, con la Ley No. 2453 del 24 de julio de 1950, la cual traducía esta excepción a los sueldos y salarios de los empleados.

Así, en su artículo 1 exponía el legislador que “los sueldos, salarios y pensiones de los empleados y trabajadores particulares no podrán ser embargados sino por la tercera parte de su importe mensual”.

Luego fue promulgada la Ley No. 3812, el 5 de mayo de 1954, donde – como era costumbre – se utilizaba el órgano legislativo para promover la imagen de Rafael L. Trujillo,  otorgándose vía la mencionada norma la condición de “inembargable” los bienes mobiliarios e inmobiliarios donados por el “Benefactor de la Patria”, justificada en su primer “considerando” por “los frecuentes donativos hechos por el Generalísimo Doctor Rafael L. Trujillo Molina”, y limitando el poder de disposición de los receptores de dichos bienes, impidiéndose que puedan ser embargados, pero además, que puedan ser entregados en garantía, vendidos, donados a terceros. La sanción prescrita por el legislador en esa ley era la nulidad, y, en consecuencia, la ausencia de efectos de cualquier acto de disposición.

Finalmente, bajo la Ley No. 5610 del 31 de agosto de 1961, el legislador prescribe la inembargabilidad del bien de familia, modificando la Ley 1024 de octubre de 1928.

A partir de estos preceptos legislativos que constituyen los primeros pasos “locales” del concepto estudiado, fue trabajo de los juzgadores poder promover el criterio hasta poder – vía interpretación – ampliar su alcance.

Así, nos narra el Licdo. Lockward, que “el año 1964, la Suprema Corte de Justicia, en un expediente en el que estaba implicado el Estado Dominicano como recurrente, casó la sentencia de la Corte que rechazó por tardía la demanda en nulidad de embargo inmobiliario intentada por éste pues el alto tribunal judicial entendió que al rechazar la Corte la demanda por tardía, admitió la procedencia de esa vía de ejecución en contra de él: “Considerando que sustancialmente, los bienes patrimoniales del Estado están sometidos al derecho privado, son susceptibles, en principio, de idénticas cargas que los bienes particulares, pudiendo enajenarse y prescribir; pero no son susceptibles de embargo, en razón de que la situación especial de la Administración Pública no tolera el embargo por sus acreedores de los procedimientos de ejecución del derecho común; que este es un asunto que interesa al orden público y puede ser invocado en todo estado de causa, y aun ser suplido de oficio por el juez” (Sentencia de fecha 7 de agosto del 1964, B. J. 649, pág. 1200)”.

Hubo, entonces, en el año 1970 un criterio Jurisprudencial sumamente importante, porque es la primera ocasión donde se distingue la actividad de la naturaleza de la institución. Así, en la Sentencia del 24 de noviembre del año 1971, la Suprema Corte de Justicia evaluó que, en base al artículo 45 de la Ley 1494, es necesario que se pueda estudiar no solo la naturaleza de los sujetos en cuestión, sino la naturaleza de las acciones que generaron las riquezas o las obligaciones contraídas.

De esa forma nos dice que “La recurrente es una corporación creada para realizar por sí mismo y a través de las entidades que de ella dependen, no servicios públicos, sino actividades industriales y comerciales, por lo que es susceptible de todo tipo de vías de ejecución en el mismo plano de igualdad que las empresas de propiedad privada; que la circunstancia de que la ley 289 de 1966 que creó la referida entidad, le haya dado el carácter de entidad pública, no significa que tal empresa esté destinada a servicios públicos, que es lo que en definitiva hace que una entidad de esa índole no pueda sufrir las consecuencias de las vías de ejecución, que de ordinario, conduciría a paralizaciones o entorpecimientos de los servicios públicos, que es que se desea impedir; que, además, la inembargabilidad del patrimonio de la Corporación, conduciría no sólo a establecer un privilegio en el círculo de las actividades económicas del país, sino que iría en perjuicio del propio crédito de la empresa, pues a los posibles acreedores de ella se les haría imposible cobrar sus acreencias; que, por tanto, el medio que se examina carece de fundamento y debe ser desestimado”

El criterio fue evolucionando, y aunque ha sido prácticamente invariable, presenta disecciones interesantes. Por ejemplo, la Sentencia de fecha 5 de noviembre del año 1975 puede recoger el criterio “moderno” de la inembargabilidad, la cual atacaba un criterio erróneo de la Corte de Apelación de Santiago en un fallo del 14 de mayo de 1974. Los abogados de ese entonces, Héctor Cabral Ortega y Augusto Sánchez Sanlley, fueron actores importantes en los debates y fue esas disertaciones las que generaron el primer concepto jurisdiccional concreto sobre el tema.

Así, el Tribunal Supremo falló que ““Considerando, que ciertamente, como lo sostiene la recurrente, la Universidad Autónoma de Santo Domingo es una entidad pública del Estado, de carácter autónomo, y que, por tal razón no puede válidamente ser objeto de ningún embargo de la naturaleza que fuere; que el principio de que las entidades públicas que no sean empresas establecidas con fines lucrativos no son embargables, es parte de nuestro derecho público desde tiempo inmemorial en nuestro país;”.

Entonces, vistos estos antecedentes históricos que han permeado la evolución de la figura en nuestro organigrama jurídico, ¿de dónde nace la inembargabilidad? En el sentido estrictamente formalista, es obvio que nace – y debe nacer – de la ley. La jurisprudencia puede crear un mayor alcance en casos donde se generen hechos que permitan interpretar positivamente la norma.

Pero ¿Cuál es el baremo aplicable para esta labor interpretativa? Pues la misma norma es la que nos da la regla. Es evidente que son inembargables los bienes que estén intrínsecamente relacionados a la labor pública – estatal, a los derechos constitucionalmente reconocidos y traducidos a la norma, como, por ejemplo, el salario (en ciertos casos y bajo formulas especificas), y cualquier transacción cuyo origen pueda ser permeada en base a la legislación preexistente.

Por eso, dice nuestro Tribunal Constitucional en cada ocasión que puede, “la inembargabilidad es la excepción”.

Pero, como aporta nuestra admirada y querida Dra. Fabiola Medina, influye en esto el llamado “orden público constitucional”, que – nos cuenta en un artículo de su autoría – adoptó el Constitucional Dominicano un criterio reiterado por el Tribunal Supremo venezolano, donde se desarrolló:

“Ahora bien, en aplicación de la doctrina sentada en la citada decisión del 9 de marzo de 2000, en resguardo del orden público constitucional y con el propósito de evitar que el proceso se convierta en un fraude contra la Administracion de justicia”, por lo que es posible considerar inembargables bienes generados no solo por instituciones totalmente públicas, ya que con la adopción del criterio del orden publico constitucional, se crea un “cheque en blanco” donde se puede interpretar como públicos eventos que no necesariamente nacen así.

Y así se crea el problema de cuando el Estado, como comenta la Lic. Elsa Díaz, es también empresario.

En su escrito “La inembargabilidad del estado: el estado empresario”, la Lic. Diaz nos expone que el patrimonio del Estado no se considera naturalmente propio del estado, sino de la colectividad, y el Estado actúa como administrador.

Así, el patrimonio estatal se compone de dos tipos de bienes, los de dominio privado del estado, que, aunque “pertenecen” a este no están destinados al uso público, por lo que se entienden pueden ser embargados, y los del dominio público del estado, que sí son expresamente públicos y por ello intrínsecamente inembargables.

Por ello, “La inembargabilidad de los bienes del dominio público encuentra su razón de ser en que todos ellos son propiedad de entidades públicas, nacionales o municipales. Sin embargo, el hecho de que ciertos bienes pertenezcan a entidades públicas no es suficiente para declarar su inembargabilidad, ya que es necesario que los mismos estén destinados a servicios públicos, pues es en el fondo, las paralizaciones o entorpecimientos de éstos lo que el legislador ha querido evitar al establecer la inembargabilidad de las entidades públicas. “

Entonces, y esto lo mostramos como conclusión preliminar, quedando pendiente el desarrollo puntual del final de este trabajo, para otro posterior, pensamos que la regla aplicable es la siguiente:

Los bienes que tengan una naturaleza originalmente pública, ya sea directa o indirecta, si son de uso, destino y/o uso público, son generalmente considerados inembargables sin discusión aparente.

Otros bienes que son públicos por ser o estar bajo posesión estatal, pero se emplean en un ámbito de operatividad privada, son en principio inembargables, pero dicha inembargabilidad debe poder ser contestada y eventualmente revocada, vía decisión judicial (declarativa o en el marco de un proceso de pretendida ejecución) y consecuencia de una labor probatoria furtiva que permita despojar de dicha naturaleza a los bienes, no la institución estatal.

Finalmente, existen instituciones públicas que generan, consecuencia de una labor social, jurídica y administrativa, bienes provenientes del sector privado, que deben tener un renglón de estudio y aplicación distinto. Cuando se trata de mercados regulados, como por ejemplo el sector bancario, eléctrico o de valores, los bienes que recaen sobre las superintendencias que regulan dichos sectores, en base a normativa expresa que les obliga a los sujetos obligados a presentar, depositar o entregar estos bienes a la administración, por ser estos parte del engranaje publico de derechos y garantías difusas que se traducen a estabilidad sectorial a favor de los ciudadanos, estos deben ser retenidos de lado de la inembargabilidad y protegidos a toda costa, ya que es evidente que son bienes cuya naturaleza mixta recae sobre la disposición clara de la norma vigente.

Norma que, en su contexto y ejecución, así como su concepción morfológica legislativa, busca generar los marcos de estabilidad y garantías necesarios para que cada sector funcione de manera adecuada, y el efecto disruptivo de las vías de ejecución sobre estas instituciones puede – y lo hará – colocar en tela de juicio la operatividad misma del ente regulador, lo cual crea un problema irreparable para el sector regulado y los ciudadanos que dependen de dichas garantías.

La ley 86-11, aunque un esfuerzo considerablemente útil, no es suficiente. El contexto reglamentario local mantiene una gran dependencia de la eventual judicialización de los procesos, y allí se generan marcos de interpretación peligrosos para la administración publica o quienes se benefician de esta condición.

Por ello, necesitamos legislaciones que promuevan claramente esto último, ya que es evidente que ha sido trabajo de la jurisprudencia la protección de los derechos y garantías de los ciudadanos que dependen, de manera directa, de los entes reguladores autónomos, pero esto mantiene en un estado de incertidumbre estos eventos judiciales ya que pudiese ser que un criterio o precedente puntual pueda, cual efecto dominó, crear una situación crítica y adversa.

Intentaremos, en otra entrega, estudiar más a fondo la Ley 86-11 así como otras que le orbitan, para poder aportar a la discusión de una manera más práctica que en el presente escrito.

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